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sábado, 28 de mayo de 2022

UNA HUMILDE CASA, UN GRAN PALACIO (Crónica)

 

Casa típica sinuana en Montería
(Lastimosamente la casa de doña Isabelita nunca fue fotografiada)

UNA HUMILDE CASA, UN GRAN PALACIO

(Crónica)

Por: Nabonazar Cogollo Ayala

 

Hogar de mis recuerdos / A ti volver anhelo/

No hay sitio bajo el cielo / Más dulce que el hogar/

Posara yo en palacios, / Corriendo el mundo entero/

¡A todos yo prefiero, / Mi hogar mi duce hogar!

 

John Howard Payne

1823

 

A escasos tres kilómetros del casco urbano de Cereté en el Departamento de Córdoba se ubica la graciosa vereda de Martínez, tradicional por el cultivo del maíz y la fabricación de envueltos deliciosos. Tierra de gentes trabajadoras, tan buenas como el alma misma de aquellos bollos que le han dado la vuelta a Colombia y cuya fama ha rebasado las fronteras patrias.  En aquella inolvidable tierra tienen lugar los hechos que me dispongo a narrar ahora. Corría el año 1984 y para entonces yo cursaba mi cuarto año de bachillerato en el Colegio Diocesano Pablo VI de la calle Cartagenita. Tuve la necesidad de trasladarme a visitar a mi profesor de matemáticas, Darío Miguel Guerra Sáenz, quien vivía en Martínez en la casa de su mamá, la inolvidable modista doña Isabelita Sáenz Yánez.

Dicho sea de paso, ella era comadre de mi mamá, dado que cuando Darío Miguel nació en la vecina vereda pelayera de Belén hacia 1950, el neonato estuvo al borde de la muerte por una extraña afección. Siguiendo el consejo del cura de la época se dispuso todo para bautizar rápidamente al niño, como quiera que “el agua del bautizo de pronto lo curaba”. Y así fue, mi mamá -que entonces era una sonrosada chica de 17 años-, fue elegida como madrina junto con alguien que fungió de padrino, el niño se bautizó y la enfermedad desapareció como por arte de magia. En estos momentos, unos 35 años después, Darío Miguel era mi profesor de matemáticas y yo marchaba en el carro de mis padres a visitar a aquella apreciable familia con quien nos unían lazos indestructibles de afecto. Llegué temprano a la humilde vivienda de techumbre pajiza y… ¡oh, por Dios! La impresión que aquella morada causó en mí ha pervivido en mi espíritu, tanto que me dispongo a describirla ahora.  

Llegué a la vereda tipo ocho y media de la mañana y luego de cruzar el viaducto principal de Martínez, crucé a mano izquierda por una de las callejuelas intermedias, alinderada con cerca de tunas y algunos matarratones florecidos. Arribé a la pequeña casa que evocaba a la pintoresca vivienda de caramelo de Hansel y Gretel, sin duda. Me bajé del carro, luego de cuadrarlo en frente para saludar a la familia Guerra Sáenz. Me dijeron que el profesor sí estaba, aunque de momento había salido, estaba su hermana menor y la proverbial modista, cuadrada como siempre, frente a su clásica máquina de coser SINGER, con esmerada dedicación.  El olor a café negro recién colado impregnaba el ambiente con sus aromáticas esencias venidas de la Arabia feliz. Llegaron los proverbiales saludos y la emoción liberada después de tantos años de no vernos…

- ¡Hola, Nabito, mijo! Cómo estás de crecido… -me dijo la señora Isabelita-; la última vez te recuerdo en una cunita y ahora eres todo un hombre…  

- ¡Señora Isabelita! Gustazo en conocerla… Mi mamá me ha hablado mucho de usted. ¡Para mí es todo un honor! Dios la bendiga, amén…

- ¡Gracias, mijo! Siéntate, siéntate… ¡Ya te traigo un cafecito que lo acabo de hacer

Después de sentarme en una de las consabidas mecedoras de tubito de colores, mi vista se esparció por aquella maravillosa vivienda…

La casita tenía la clásica estructura de las viviendas sinuanas y solamente contaba con una habitación. El techo de palma amarga estaba magistralmente recortado en redondo, con una precisión milimétrica a punta de machete afilado, que daban ganas de mirarlo. ¡Trazaba un perfecto rectángulo! En el perímetro del corte colgando del canastero de sostén se veían sendas canasticas sembradas con matas florecidas de rosas rojas y anaranjadas que se mecían con el suave vaivén del viento mañanero entre aromas que embalsamaban el ambiente. El piso de la casa era de tierra apisonada, pero estaba enmarcado en una estructura de madera con tablas y listones que lo elevaba aproximadamente unos veinte centímetros sobre el suelo.  Aquel piso se mostraba liso y lustroso como si de concreto se tratara. Después me enteré que ese acabado lo lograban, una vez apisonada la tierra, a base de grandes cantidades de agua… ¡Aquellas proverbiales ollas número cuarenta eran muy útiles para esos menesteres!  Una vez asentado el piso, se le hacían parches de ceniza y se lograba una apariencia de material, francamente maravilloso. Nunca en la vida lo había visto y aun después tampoco volví a ver un piso como aquel.

La habitación única de la casita estaba cercada de venas de corozo y ostentaba graciosas ventanas a lado y lado. Las habían abierto con industria y meticulosidad, proveyéndolas con marcos de madera, vidrios y un ingenioso dispositivo de cierre. Como doña Isabelita era modista, se resguardaba la intimidad de la casa con extraordinarias cortinas de velo, ribeteadas de flequillos de colores que se movían al vaivén de la brisa mañanera… En el espacio interior se alcanzaban a ver dos camas de lona o también de viento, como se les decía, ubicadas a lado y lado. Estaban arregladas con sendos sobrecamas y pintorescos tendidos, primorosamente bordados. En las cabeceras campeaban las almohadas con fundas de tela de garza bordadas en punto de cruz. ¡Cuánta hermosura, femineidad y refinado buen gusto en todo aquel conjunto!

La encantadora casita estaba circundada por un hermoso jardincillo, el cual se veía sembrado con verde grama y campeaban frente a la vivienda rosales florecidos, matas de flores de abanico con sus sonrosadas crestas abiertas, trinitarias y enredaderas de coronillas inflorescentes entre otras.  Volví entonces mi vista hacia la acogedora salita donde campeaban las mecedoras una de las cuales yo ocupaba en aquel momento. En el centro había una humilde mesita de madera de fabricación artesanal en la cual se veía una latica forrada con papel policromático de revistas de la época. En el receptáculo crecía una hermosísima mata de rosillas a las que también llaman cecilias la cual abría sus agraciados capullos como pequeños poemas a la naturaleza con sus rosáceos tonos de estación.

¡Cuánta maravilla encerraba todo aquello! ¡Cuánta magia y cuánto poder a la vez! La mano femenina de la dueña de casa se adivinaba hasta en los más mínimos detalles. Ayudada por su industrioso esposo y sus tres hijos, el mayor de los cuales era mi profesor.  Aquella casa más que casa era un palacio, sin lujos ni excesos, pero aun así… ¡Era todo un palacio! ¡Nada que envidiarle al Prado español o al Versalles francés! ¡Era un palacio de mi maravillosa tierra sinuana elevado en la vereda de Martínez!

Cuando vino el café… ¡Una sorpresa más! En un inmaculado pocillo de loza china con capullos humeaba la infusión saborizada con canela y endulzada con panela. ¡Todo un regalo para el paladar! En el colmo de la emoción no pude evitar decirle a la señora Isabelita…

-       ¡Apreciada señora Isabel! Tengo que expresarle mi emoción y sentimientos por esta su casa que nunca en la vida la había visto tan pulcra, limpia y bien adornada.

Ella esbozó entonces una tímida sonrisa para decirme…

-       ¡Pues ahí la tienes a la orden!

Créame que nunca la olvidaré. A los pocos minutos de una discreta charla con la buena señora, llegó Darío Miguel en una bicicleta…

- ¡Ajá, Nabito! ¿Cómo te ha ido?

- ¡Bien, profe Darío! Por acá que me dio por venirlos a saludar en este domingo…

- ¡Por aquí siempre serás bienvenido, mijo! ¡Esta es tu casa!

- ¡Y que lo diga! ¡La verdad me ha dejado impactado!

- ¡Este es el pequeño universo que mi mamá ha construido y que entre todos la hemos ayudado! Celebro mucho que te haya gustado…

- ¡Créame que alguna vez haré vivir eternamente en mis escritos este maravilloso universo!

- ¡Muchas gracias desde ya, mijo! Dios te lo pague, amén.

Los años han pasado con su impasible pero firme andar de paquidermo de los tiempos idos. Ya el profesor Darío Miguel y su apreciable progenitora han marchado a las regiones de la eternidad y aquella casita que tanto me impactara en los días de mi juventud ya no existe. En su lugar hay una elegante residencia hecha con materiales más duraderos. Pero aquellos recuerdos que la casita original inspirara se fijaron con tinta indeleble en mi alma y hoy he querido dejarlos por escrito en estas significativas líneas como una forma de homenajear a aquella honesta y laboriosa señora que demostró que para vivir en un palacio no se necesitaban lujos, sino ingenio, gusto y un depurado sentido de la limpieza, el orden y la estética.

 

LA CASA DE DOÑA ISABELITA SÁENZ YÁNEZ

 

Recuerdo aquella casa en la faz cereteana

¡Qué linda mostraba su rostro gentil!

Como una azucena lustrosa de abril,

Como un pensamiento de esencia sinuana.

 

Recuerdo su techumbre de palma secana,

Con un canastero de urdimbre cerril…

Entre sus ventanas la brisa sutil

Canta melodías con voz soberana.

 

Tiernos jardincillos de flor veranera,

Trazan en pinceles la fiel primavera

Que circunda aquella vivienda de amor…

 

Límpidos aromas invaden el aire

Su mágico hechizo de luz y donaire

¡Canta al alma entera su canto mejor!

 

Mayo 22 de 2022