SOL OMNIBUS LUCET

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viernes, 3 de abril de 2015

¡BATALLA CAMPAL EN EL CALLEJÓN MÉNDEZ EN 1981! (Crónica)

VISTA AÉREA DE LA CAPITAL DEL ORO BLANCO, CERETÉ - CÓRDOBA

¡BATALLA CAMPAL EN EL CALLEJÓN MÉNDEZ EN 1981!
(Crónica)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
                                                                                 
A la memoria de Eduardo Alonso Rois Becerra (Lalo),
De Mario Nicolás Cogollo Petro y  de Chú… (q.e.p.d.)
Inolvidables compañeros de la época del internado.
Porque su recuerdo es inmortal e imperecedero
Como el broce de una campana
Y tañe en el cuadrante de la eternidad.

Corría el referido año 1981 y yo entonces contaba 13 años de vida y me hallaba cursando lo que entonces fuera  mi primer año de bachillerato, en el Colegio San Carlos, de los hijos del vicealmirante Orlando Lemaitre Torres en la heroica ciudad de Cartagena de Indias. Mi padre había determinado enviarme entonces a un internado de muchachos de provincia provenientes de distintos lugares de la costa, el cual funcionaba en casa del educador cartagenero Adalberto Díaz Caballero, en el barrio Pie de la Popa, callejón Méndez de la bella ciudad. Se trataba de una modesta pensión tipo familiar, provista de varias habitaciones. Ahí mismo el exigente y tradicional profesor Díaz vivía junto con su esposa Magola y sus tres hijos, quienes de la menor al mayor eran respectivamente Magolita, Dayléster y Blas Adalberto; con quienes llegué a tener un trato fraternal, que se estrechó con el paso de los años y que aún se mantiene vivo. 

Las tardes entre semana en el mencionado internado transcurrían en medio de la acalorada rutina de la siesta posterior al almuerzo, luego de llegar por las tardes del colegio, la levantada tipo 4 pm para ir a estudiar hasta la hora de la cena en la noche; con el ratico de televisión, que congregaba a los 21 o 22 internos que entonces éramos. Dicho sea de paso, había muchachos provenientes de Astrea (Cesar), uno de Zambrano (Bolívar), dos descendientes de sirio-libaneses acaudalados, provenientes del fronterizo municipio de Maicao (Guajira). Otros dos provenían de Uribia (Guajira), uno de Santa Marta (Magdalena), uno de Cereté (Córdoba), -que después pasaríamos a ser dos, cuando mi primo Mario Nicolás Cogollo Petro se fuera para allá;- y había al menos cuatro o cinco internos más, provenientes de Valledupar (Cesar), entre ellos Marco Tulio López Pérez... ¡Veintitantos jovenzuelos en total!

Los fines de semana las tardes transcurrían entre el pesado sopor del calor cartagenero y las eternas suspiradas por la frustración de no tener con qué ir a la playa, así fuera solo un ratico. ¡La consabida peladez de los estudiantes era proverbial en aquel sitio, con una que otra excepción! La entrada a cine costaba cuarenta pesos y eso entonces para nosotros era todo un dineral. Para superar un poco aquellos inconvenientes el profesor Díaz había comprado por entonces un televisor a color de última generación. A partir de lo cual fueron un poco más amenas las tardes de sábado y domingo, viendo la desabrida oferta televisiva nacional de la TV de los ochentas en Colombia, por cuenta de los consabidos enlatados gringos, doblados en México: Baretta, Petrochelli, la Mujer Maravilla, la Isla de la Fantasía, etc. El norteamericanizante cine de Hollywood era mejor que nada.


TARDE DE RECOCHA EN EL INTERNADO DÍAZ
De otra parte, las relaciones nuestras con los muchachos hijos de las familias que vivían en las solariegas casas estilo republicano a lo largo del tradicional callejón Méndez, no eran precisamente las mejores. Aquellos rufiancillos de ciudad se mostraban despectivos hacia nosotros y nos hacían la burla, por considerarnos corronchos, pueblerinos, pata en el suelo, etc. Y los roces y enfrentamientos no se hicieron esperar. Los ánimos empezaron pronto a caldearse. En cierta oportunidad uno de ellos me preguntó…

-¿Y tú de dónde vienes?

Sacando pecho le dije…

-¡Vengo de Cereté, departamento de Córdoba! ¡La Capital del Oro Blanco!

Con una mueca de burla en el rostro el mozalbete me espetó entonces…

-¿Departamento? ¿Quién ha dicho que eso es un departamento? ¿Eso no es una intendencia o una comisaría? ¿Igual que el Amazonas?
-¡Claro que es un departamento! ¿Es que no te lo han enseñao nunca?
-¡Ja, ja, ja! Departamento es Bolívar y su capital, Cartagena… ¡Tú vienes es de allá abajo, del monte, con el cadillo pegao a la abadca! Ja, ja, ja… ¡Abaccú! ¡Regrésate pa´l monte! Ja, ja, ja… ¡Busca tu charco babilla! Ja, ja, ja…

La juvenil gallada que acompañaba al pelafustán aquel celebró de buena gana el chiste a costillas de mi tierrita, optando yo por quedarme todo callado ante la andanada de burlas hirientes por ser pueblerino. Y estos chistecitos ofensivos empezaron a ser repetitivos y constantes. Cuando mis compañeros de internado, en amena tertulia vespertina, hablaban de su Valle del alma, de su Maicao, de su Urumita, etc., y uno de aquellos atrevidos locales, al pasar ya fuera en bicicleta o en monopatín, les gritaban…

-¡Ahí están los corronchos! ¡Los montunos! ¡Váyanse pa´ su tierra padtía de pueblerinos! Ja, ja, ja…

En semejante caldo de cultivo, los odios y los resentimientos mutuos no tardaron en aparecer y esperaban la menor oportunidad para explotar y hacer de las suyas.

Cierto fin de semana, -considero que el mes sería en las postrimerías del año, muy seguramente noviembre-, nos quedamos solos en la casa. Los mayores que eran los cesarenses Jaime Villazón Sánchez y su hermano Armando (el Negrito), junto con Lucho Garzón, -el hermano de la señora Magola-, quedaron entonces a cargo del internado. El profesor salió de paseo junto con su esposa y las dos niñas menores, en su pequeño carro Fiat.  El hijo mayor, Blas – a quien le decíamos Blacho-, trataba de llevarla bien con los del barrio y en aquellos precisos momentos andaba compartiendo con ellos, quemando pólvora novembrina. Estábamos entretenidos viendo una película de aventuras en la sala de la casa, cuando de repente pasaron por la calle varios de los de la gallada local, nos gritaron algo ofensivo y acto seguido arrojaron por la ventana un volador encendido, que se quedó atascado entre los velos de las cortinas e inició un rápido fuego, debido a la inflamable fibra sintética de las mismas. Todos nos pusimos de pie, como tocados por un rayo y fuimos a ver qué pasaba… Cuando nos acercamos vimos la gravedad de lo sucedido y logramos apagar de inmediato el incipiente fuego. Uno de los del barrio estaba en mitad de la calle y se reía, mientras nos decía…

-¡Ahí tienen pa´ que chupen! ¡Estamos en carnavales, pueblerinos! ¡Ahí tienen su once de noviembre!

Un muchacho samario, Eduardo Alonso Rois Becerra (q.e.p.d.), a quien por cariño llamábamos Lalo, se alebrestó para gritarles desde la puerta con actitud de gallito fino y con el puño desafiante en alto, lo siguiente…

-¡Ah malparíos! ¡Quieren guerra! ¡Pues guerra van a tené, so desgraciaos!

En el patio del internado había dos palitos de guayaba de regular tamaño. Mis compañeros rápido se encaramaron en aquellos arbolitos y les tiraban guayabitas verdes a otros que estaban en tierra, que rápido las guardaban, unos en mochilas de colegio, otros en ollas de aluminio de la cocina. Minutos más tarde esos frutos verdes zumbaban como bólidos, a través de las ventanas del internado y algunos los aventaban desde el techo, hacia la calle. Una de esas guayabitas dio de lleno en el rostro de Abraham Valdelamar, uno de los vecinos nuestros que vivía justo en frente del internado. ¡La hinchazón en el rostro del muchacho no se hizo esperar! Minutos después vino la mamá a hacernos el reclamo, pero la batalla campal no terminaba, estaba entonces en pleno furor… A la señora nadie le puso cuidado en su reclamo materno. La batalla continuó con su sarta de hostilidades de parte y parte…


EDUARDO ALONSO ROIS BECERRA (LALO)
-q.e.p.d.-
Cuando ya no hubo más guayabas, Lalo y los demás internos pudientes –los primos maicaeros Faisal Nader Palis y Édgar Christopher -, les compraron a las negritas cocineras un panal de huevos, para proseguir arrojándoselos a los atrevidos, apoyados por el guajiro Farid Redondo, entre otros. ¡Los huevos hicieron de las suyas en las casas, cortinas y ventanas de los que antes nos habían atacado! Aquellos no se quedaron de brazos cruzados y sobre el techo de la casa llovieron piedras, voladores encendidos y palos, a título de respuesta. Una de las piedras que aquellos nos tiraron le pegó a una de las muchachas de la cocina de la casa.  

Hecha una fiera humana la mujer salió entonces a la calle y encaró a los vecinos Abraham y su hermano Tadeo, quienes estaban parados frente a la casa, apoyados todavía por la mamá, vociferando cosas ininteligibles… La cocinera fuera de sí les gritó lo siguiente…

-¡Miray tú, ve!… ¡A mí me respetay! ¿Qué es lo que te has creío, so negro malucutúo, champetúo?  ¡Estay muy maluco pa´ que te metay conmigo, oíte! ¡Ni mi marío me pega, pa´ que me vengay a pegá tú!

Y dicho esto, les volteó la cara y se entró al internado, dejando momentáneamente  la puerta principal abierta. Édgar Christopher, en son de burla les gritó a todos los que estaban frente a la casa, que sumaban dieciocho  o veinte personas….

-¡Joda! ¡Ahí tienen! ¡Esa es prima mía!

Yo entonces fui corriendo a la parte trasera del internado, al patio, porque en la sala el aspecto era como el de una trinchera de guerra… ¡Todos estaban escondidos tras de los muebles y las butacas, arrojando lo que pudieran hacia la calle! Huevos, zapatos, palos… en fin. La puerta del internado se abría y cerraba según la conveniencia guerreril. Ya aquello era una auténtica batalla campal y nada ni nadie parecía detenerla… Los estrépitos  se sucedían uno tras otro. Llamó poderosamente mi atención que en el baño de la habitación trasera, Lalo y Julio –uno de los de Astrea – Cesar- junto con otros muchachos guajiros –, habían organizado toda una industria. Sacaban agua del inodoro que luego envasaban en unas bolsitas de plástico a manera de bolis de aguas negras, para aventárselas a la cara a nuestros agresores del callejón Méndez. Chú –Jesús Peralta Perilla, el interno de menor edad-, los llevaba en una mochila y los pasaba a los de primera fila en la sala para que los tiraran. Cuando se los arrojaban a aquellos, les gritaban…

-¡Ahí teney agua ´e  inodoro, pa´ que bebay!

Finalmente, toda aquella batahola se fue calmando pasadas unas dos horas, así mismo como había empezado. El saldo fue: la cortina principal de la sala quemada, la falta de huevos para el desayuno del día siguiente, una de las cocineras aporreada, una teja del techo malograda por un palo arrojadizo y no sé cuántos vidrios rotos en las casa vecinas. Cuando todo pasó, llegó Blacho de la calle, a quien mis furiosos compañeros increparon de la siguiente manera, el principal de ellos Lalo…

-¡Joda! ¡Tú sí eres mucho traicionero! ¿Cómo así que estabas con los del callejón Méndez en lugar de apoyarnos a nosotros? ¡Estábamos tranquilos y ellos se vinieron a meté con nosotros! ¡Esto lo tiene que sabé tu papá! Mirá la tronera que le hicieron a la cortina de la sala…

Blas aseguraba no tener nada que ver en todo aquello, pero la verdad era que ante los ánimos desbocados ¿qué hubiera podido evitar el pobre Blacho? La chispa brotó y el polvorín se incendió de manera inevitable. Esa tardecita nos tocó hacer el ingente aseo de toda la casa, ante los muchos restos producto de lo que tiramos y nos tiraron a nosotros. Esa noche, cuando el profesor Díaz y su señora regresaron a la casa, hubo consejo comunitario de internado y se dio una consecuente lluvia de quejas y airados reclamos por lo sucedido aquella tarde, por cuenta de mis ofendidos compañeros. El gran damnificado y regañado de punta a punta fue Blas Adalberto, a quien se le sindicó de haber propiciado de alguna manera aquella situación, al no notificarla al profesor Díaz a tiempo para haberla evitado. Afortunadamente no hubo heridos ni hechos que lamentar, solo insultos, golpes, porrazos y una que otra dignidad ofendida. Ningún vecino vino a quejarse por los posibles destrozos, todo quedó así. A partir de ahí los muchachos del callejón Méndez no se volvieron a meter con nosotros y aprendieron a  respetar  a los pueblerinos del internado Díaz, por más citadinos y civilizados que aquellos se sintieran o creyeran ser.

¡Ah cosas de muchachos! Quizás no es mucho lo que han cambiado los tiempos y esos ánimos juveniles desbocados aún los vemos hoy en día, pero con saldos peores. Hace poco tuve la oportunidad de visitar el tradicional callejón Méndez, en el Pie de la Popa, 34 años después de los hechos aquí narrados. Ahora el pequeño viaducto se denomina carrera 23 y es poco conocido por su nombre antiguo. Recorrí aquellos lugares, vi la vieja casa del internado de 1981 y evoqué entre risas esa pretérita batalla campal, que prometí escribir para deleite de los que me escucharon evocarla. Una enseñanza queda de todo aquello: ¡Jamás irrespetemos a nadie en razón de su origen! En realidad el irrespeto no es tolerable en ninguna de sus manifestaciones, porque se constituye en la fuente de todos los conflictos. Eso lo aprendieron aquellos irrespetuosos en aquella tarde de guayabas contundentes, piedras y bolis de aguas negras, en la heroica Cartagena, cuando el amanecer de la vida nos besaba la frente con sus primeros rayos dorados.

Madrid (Cundinamarca), abril 3 de 2015


ANTIGUO EDIFICIO DE LA FEDERACIÓN NACIONAL DE ALGODONEROS
CERETÉ - CÓRDOBA


¡NO MIRES PA´ ARRIBA MIJA QUE ESTOY ENCUERO! (Crónica)

Nabo Cogollo Guzmán, jinete en uno de sus afamados caballos de paso fino colombiano
Locación de la fotografía: FINCA LA FLORIDA, Cereté (Córdoba), 1985 (aprox.)
¡NO MIRES PA´ ARRIBA MIJA QUE ESTOY ENCUERO!
(Crónica)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
Tan bueno y tan noble como era mi padre
Y la muerte infame me lo arrebató…
Esos son los dolores, las penas tan grandes
Que a sufrir en la vida lo pone a uno Dios.

CAMILO NAMÉN RAPALINO – MI GRAN AMIGO

Corría el año 1983 y el proverbial don Camilo Namén Rapalino, el afamado cantautor cesarense oriundo de Chimichagua (Cesar)[1] andaba de visita por tierras del departamento de Córdoba y había llegado concretamente a Cereté, donde se había alojado en la finca La florida de don Nabo Cogollo Guzmán, el caballista y gallero que era parte del mundo vallenato, a quien lo unía una entrañable amistad de vieja data. A Camilo Namén se le recuerda entre varios cantares vallenatos, por hermosos y sentidos cantos costumbristas de sabor autobiográfico como El hombre libre, Recuerdos de mi niñez, El encuentro con el diablo, Mi gran amigo, Las canas de mi vieja, La ceiba del puerto, De la misma manera, etc. La personalidad expansiva y la innegable simpatía de “Camo” –como cariñosamente lo llamaran sus amigos y conocidos- eran garantía suficiente de grandes parrandas vallenatas con el Nabo y sus amigos, que se extendían durante varios días. La vena poética de Camilo se inflamaba por la emoción de la parranda y los versos y estrofas fluían a raudales, al compás de la caja, la guacharaca y el acordeón. El infaltable acordeonista siempre era Lánder Prioló, humilde carpintero oriundo del barrio Venus de Cereté, acompañado por Sanjuanete como cajero o guacharaquero, entre otros. El Nabo todo lo disponía para una agradable velada vallenata cada vez que Camo lo visitaba y esos encuentros parranderos resultaban inolvidables. Yo entonces contaba con 14 o 15 años y estudiaba bachillerato en el Colegio San Carlos de la familia Lemaitre, en Cartagena de Indias, solo iba a la finca en vacaciones. Aquel diciembre de 1983 llegué a la casa y mi papá contaba entre chanzas y diversiones la siguiente anécdota, vivida con don Camo, la última vez que aquel había estado en la casa. Contaba mi papá lo siguiente:

“Hombe, aquel día estábamos parrandeando con Camilo en el ranchón grande largo de la finca, al pie de las caballerizas. Estábamos con José Miguel Ramos, Gabriel Arrieta y otros amigos cereteanos más. Ya nos habíamos tomado varias cajas de ron y le habíamos dicho a la negrita esta de La coroza[2], a Elisa, que matara unas jopopelao[3] y nos hiciera un sancocho, pa´ coger fuerzas. Ya habíamos comí´o y yo estaba reposando un rato en una de las hamacas del rancho, iba siendo medio día. Camilo había pedido permiso a los presentes porque desde hacía rato estaba con la toalla en el hombro y la jabonera y no lo habíamos dejado ir a bañar, dele que dele con la verseadera y la improvisación vallenata. Lánder tocaba el acordeón… Bueno, Camilo se fue a duchar al baño de la casona grande del frente del camino real. Y nosotros seguimos acá cantando y verseando, cuando de repente se oyó un estrépito grandísimo y Camilo gritando en el baño…

-¡Nabo, Chave[4]! Vengan a ayudarme que me caí… ¡Ay mi pierna!

Todos dejamos de cantar y salimos corriendo pa´l baño, que de una vez se llenó de gente, encontramos a Camilo enjabona´o, tira´o en el suelo, sobándose la pierna. ¿Qué pasó? Que Camo se estaba bañando a totumadas con el agua de la alberca. En una de esas y sin darse cuenta, hizo contacto eléctrico entre la taza metálica que estaba usando y el bombillo del baño. El corrientazo lo tiró al suelo y se golpeó la pierna que alguna vez se había partí´o, lo que le produjo un fuerte dolor en la tibia, pero no fue más. Camilo se quejaba mucho…

-¡Ay Nabo, me partí otra vez la pierna, me duele mucho la pierna!
-Nombe no, cálmate, cálmate… ¡La tienes es resentida por el golpe, pero eso se te pasa con una buena sobada con Vacol[5]! –Le decía mi papá, al tiempo que le examinaba la pierna-…
-¿Vacol? ¡Pero si eso es pa´ burro, ternero y caballo! ¿Quién te ha dicho a ti que eso es pa´ gente?
-¡Carajo Camilo! ¡Déjate de vainas que yo sé lo que hago! ¡Elisa, Elisa!
-¡Sí don Nabo!
-Ven mija, sóbamele aquí la pierna a Camilo pa´ que se le pase el porrazo que dice que le duele mucho, coge el Vacol que ya me lo trajo corriendo Iván[6]”!

Y la buena cocinera empezó a refregarle vigorosamente la pierna a don Camilo con la pomada caliente, para que le aminorara el dolor por el golpe… Camilo le decía…

-No mires pa´ arriba mija, que estoy encuero… ¡Soba, soba que ya me está pasando! ¡Razón tenía el Nabo! ¡Ah viejo resabia´o ese! Ese Vacol es bendito…

Lo más chistoso de todo era que el baño seguía lleno de gente y en medio de la concurrencia, acostado en el piso húmedo, estaba don Camilo como Dios lo trajo al mundo. Pasada la primera impresión y el susto, entre todos ayudaron a Camo a vestirse y salir del baño, apoyándose en el hombro del Nabo, Camilo iba cojeando y quejándose. Mi papá le decía…

-Nombe no, eso ya te pasa, esas son cosas tuyas… Mira, acábate de vestir y ahora vamos allá a la sala que con una tusa yo te quito esa cojera… ¡Ya verás!
-¿Con una tusa? ¿Y eso cómo vaina es? ¡Ay Nabo, tú y tus métodos del tiempo viejo! Y lo mejor del caso es que resultan…
-¡Bueno, vas a ver el resultado!

Una vez en la sala grande, el Nabo sacó de la nariz de la palma[7] del techo de la cocina vieja una tusa de maíz que tenía guardada ahí para lo que se necesitara en el futuro, como hombre precavido que sí era. Acto seguido tiró la tusa al piso y le dijo…

-Bueno, ven acá… Me vas a pisar esta tusa contra el suelo, con el pie de la pierna enferma… Y vas a rodar, pa´ allá y pa´ acá, riquirraca, riquirraca, un rato hasta que la pierna ya no te duela… ¿Me entendiste?
-Carajo Nabo, tú y tus vainas… ¡Presta a ve´ hombe!

Y Camo siguió las prescripciones terapéuticas del Nabo y movió al principio lentamente por miedo al dolor, luego más rápidamente, su pie sobre aquel improvisado rodillo vegetal… Los músculos fueron entrando en calor y la pierna entera recuperó lentamente su movilidad, aunque quedaba algo de hinchazón por el golpe sufrido. Luego de varios minutos de aquel inusitado tratamiento campesino, Camilo se atrevió a andar por sí solo, sin ayuda de nadie. El remedio casero del tiempo viejo sinuano había surtido su milagroso efecto.

-¡Te das cuenta, Camilo! Carajo si no lo sabré yo… Esa es escuela vieja taponera del pa´e mío, Andrés Cogollo Berrocal[8]… To´as esas cositas las aprendí de él!
-¡Si Nabo, ya me doy cuenta! Bueno pues, voy a seguir andando un rato para acabar de desentumir la pierna y seguimos la parranda… ¡Denme un ron mientras tanto, carajo!
-¡Camina, camina que andando la pierna se te sana! ¡Iván, sírvanmele un Tres esquinas a Camo que ya se siente alenta´o! ¡Uva![9]

Y al rato proseguía la parranda quizás más alegre y animada que antes, ahora con la especial motivación del feliz desenlace de aquel infortunado incidente que a Dios gracias no dejó hechos que lamentar.

Cuando yo llegué a la casa en aquellas vacaciones esa fue la anécdota que me contaron de primera línea, en diciembre de 1983, enriquecida con los datos y aportes de los testigos directos: mi padre, Elisa e Iván Martínez, entre otros. Hoy he querido compartirla con los amables lectores, treintaiún años después de haberse dado esos hechos, por su valor histórico y testimonial.
Madrid (Cundinamarca), junio 26 de 2014


Yegua de paso fino colombiano de la cría de Nabo Cogollo Guzmán
Locación de la fotografía: FINCA LA FLORIDA (1963, aprox.) 


[1] Junio 22 de 1944, fecha de su nacimiento.
[2] La coroza es una vereda de aparceros perteneciente al municipio de San Carlos, en límites con el municipio de Ciénaga de Oro, departamento de Córdoba.
[3] Jopopelao era la forma coloquial por demás de jocosa como mi padre se refería a las gallinas de corral.
[4] Chave es Rosa Isabel Ayala de Cogollo, la esposa del Nabo. Familiarmente se la llamaba Chave y don Camilo la tenía en gran estima.
[5] Pomada o ungüento caliente de uso veterinario que mi papá usaba para golpes y porrazos en la finca. Aunque estaba prescrita para animales él la usaba indistintamente cuando se la requería como en este caso, debido a lo efectivo y saludable del medicamento.
[6] Iván Martínez el muchacho que hacía las veces de casero en la finca de mis padres, donde apoyaba a mi padre en las labores del cuidado de los caballos de paso fino colombiano y de ordeño de las reses, entre otras labores. Al igual que Elisa Espitia, Iván era oriundo de la vereda de La Coroza.
[7] La nariz de la palma es una forma coloquial de describir la parte superior de las hojas de palma amarga con que se suelen techar las casas en la zona de las sabanas de Bolívar, Sucre y Córdoba, respectivamente.
[8] La alusión a la escuela vieja taponera hace referencia a la casa paterna del Nabo. La finca de sus padres, don Andrés Cogollo Berrocal y Edelmira Guzmán de Cogollo, se ubicaba en la vereda de El Tapón, perteneciente al municipio cordobés de San Pelayo, cerca de la línea limítrofe con Cereté. El Nabo siempre se ufanó de la casa vieja de sus padres a la que llamaba “la casa taponera”.
[9] Interjección que hacía las veces de grito parrandero del Nabo.

jueves, 2 de abril de 2015

EL VIEJO LAUREL DE LA CASA (Poema)

Raúl Enrique Cogollo Ayala, el día de su primera comunión (1971 aprox.)
Locación de la fotografía: Finca LA FLORIDA (Cereté - Córdoba)
-Tras él se aprecia el laurel de la India del cual se habla en el poema-

EL VIEJO LAUREL DE LA CASA
(Poema)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala

El viejo laurel que se alzaba imponente
Al frente la casa de mis mocedades…
Era cual gigante de intrépida frente
Que el cielo arañaba con tibios cristales.

Su tronco robusto se abría en ramales
Que el cielo cubrían, con verdes doseles…
Sus barbas caían en vivos raudales,
Eran trazos suaves de finos pinceles.

Pepitas de dulce sabor le cubrían
De tiempos en tiempos…manjar de la oruga…
Que hermosa y terrible, en sus ramas hacían
Senderos en pliegues de savia y arruga.

Su tronco nervudo cubrían sus barbas
Que en torno formaban urdimbre apretada.
Hamaca encendida de vida entre garbas
¡Cual malla que al tronco se admira aferrada!

La brisa de octubre le azota impulsiva
El viejo laurel no se inclina un instante…
Se muestra severo, sus hojas de oliva
Le arropan cual túnica tersa y brillante.

Cuando yo era niño oculté entre sus troncos
Un bello guijarro que hallé en los jardines.
Los troncos más fuertes se hicieron y roncos,
La piedra abrazaron cual dos serafines.

El árbol creció más y más, desafiante
La piedra fue suya en su fina madera…
También yo crecí, mi secreto de infante
Con él compartí de escondida manera.

Un día mi padre decide cortarlo
El hierro lo abate con cruel insistencia…
Él, firme y altivo, parece notarlo
Cual recio gigante de fiel resistencia.

Su copa mantiene hasta verse vencido
El noble coloso de los tiempos recios.
Su tronco hecho añicos se mira esparcido
En la verde alfombra de los hombres necios.

Busqué en su madera de aroma y de brillo
Aquella piedrita que yo le incrustara…
Cuando era un chicuelo, me armé de un cuchillo
Y al punto brotó como un sol  de Carrara.

Mi amigo de niño, laurel de mis días
Cuánto yo jugué entre tus troncos y ramas…
Lloré al verte muerto, con melancolías
¡Eras el guardián del jardín de las lamas!

Hoy te hago una alfombra de bellas palabras
Quizás tú te halles en el cielo arbóreo…
Los años pasaron, recuerdos tú labras,
Cual fina estatuaria de rostro marmóreo.

Un día no lejos iré donde estabas
Y una rama verde de ti he de traerme…
Pues quiero que vivas en la verde estancia
Y verte crecer y en tu cielo perderme.

Madrid (Cundinamarca)
Marzo 8 de 2015 


miércoles, 1 de abril de 2015

¡PADRINO PELONGO! (Crónica)

FINCA LA FLORIDA, vereda Los Cañitos, Cereté (Córdoba)
En primer plano Nabo Cogollo Guzmán jinete en uno de sus caballos de paso fino colombiano
Fotografía inédita
1985 (aprox.)

¡PADRINO PELONGO!
(Crónica)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
                                                                                                           
Avísenle a mi compadre que el bautizo es hoy,
La madrina viaja para Cereté… (Bis)
Quiero aprovechar ahora esta buena ocasión,
Porque el veinticuatro no lo puedo hacer.
…………….…………………………………………………….
Cumplida la ceremonia vendrá un parrandón
El padrino no es pelongo, cuenta se darán (Bis)
Con sancocho de gallina donde Miguel Veloy,
Con un baile bien sabroso se acompañará.
Usted con su guitarra, yo con mi acordeón
¡Es pará con ron hasta la madrugá!
…………….…………………………………………………….

Adolfo Pacheco Anillo – El bautizo

Una de las costumbres viejas más arraigadas en nuestra tierra sinuana y cordobesa, aun hace cosa de 20 o 30 años, máxime en las veredas, era la del apadrinamiento religioso como una forma de propiciar estrechos acercamientos entre las familias. Y dicho sea de paso, de lograr que un niño o niña obtuviese la protección de alguien que se consideraba persona prestante y con abundantes medios económicos, que le garantizaran una mejor forma u oportunidad de vida. La presión social que recaía sobre la persona del padrino era entonces muy grande… ¡Se esperaba que sufragara todos –o al menos la mayoría-, de los gastos del ahijado! Vestido, zapatos, medias… Y aparte de todo ello, era su deber ineludible pagar el costo de la infaltable papeleta y mandar la parada en cuanto lo tocante a las cajas de ron, la comilona de la fiesta del bautizo, hacerse cargo de la compra del pavo, las gallinas, los bollos, la música, el café, etc. ¡Caso contrario este infortunado padrino se ganaría el deshonroso remoquete de “padrino pelongo”, como una vez me pasó a mí, siendo yo muy joven en pretéritas calendas! Y la andanada de burlas no se dejaban esperar ni la familia del ahijado le perdonaría jamás semejante falta. La historia de mi padrinazgo pelongo fue la siguiente… ¡Pongan pues atención!

Corría el año 1982 y yo entonces cursaba el segundo año de bachillerato en el Colegio San Carlos de la familia Lemaitre en Cartagena de Indias, contaba escasos 14 años de vida. En razón que desde mi niñez había jugado con los niños de la vereda cereteana de Los cañitos, una de aquellas infaltables compañeras de juego, Socorro Ortega, a bien tuvo –junto con Tomás Ortega, el papá de ella, quien era entonces el compadre viejo-, nombrarme padrino de la hija primera de Socorrito. Se trataba de una encantadora niña morenita llamada Viviana del Carmen, de ojos vivarachos y negros. La madrina fue la agraciada hija del cuidandero de la finca Villa Patricia, Genaro Espitia. Ella se llamaba Carmen Espitia y la finca donde ella vivía era perteneciente por entonces al hacendado cereteano Tobías Assis. ¡La verdad y en medio de mi proverbial inexperiencia en torno al tema, no tenía la más mínima idea en qué lío me estaba metiendo al aceptar tan honrosa como grave designación! Sin pensarlo mucho les dije que sí, que claro, que contaran conmigo. Y luego cuando llegué a la casa a referirles a mis padres, estos nada me dijeron pero mi papá arrugó la cara en gesto de escepticismo como gallo jugao en varias plazas que sí era. Y optó por interrogarme de la siguiente manera…

-¿Y ese bautizo tuyo cuándo es que es?
-En quince días, papá…. Aprovechando que el cura de San Pelayo, Telmo Padilla, viene a la vereda de El Obligao, a decir misa y a bautizar pelaítos, ahí en la escuela…
-¡Ajá! ¿Y por qué te escogieron a ti pa´ eso?
-No sé papá, Tomás Ortega y Zenaida Pérez me dijeron que ellos querían que les bautizara a la nietecita; la primera hija de Socorro…
-¡Ajá!

No fue más. Sin tener una clara conciencia del papel que de mí se esperaba en esa aparentemente inocente institución social -tanto cordobesa como sucreña y surbolivarense, proseguí adelante con los preparativos del bautizo, en colaboración con la madrina. Unos días antes llegaron en cicla a la casa vieja de la finca, la futura comadre, acompañada por Cecilia Ortega, una de sus hermanas mayores, para decirme lo siguiente…

-¡Compadre! Buenas tardes… que es que la niña necesita lo del vestidito, que es para irlo a comprar a Cereté porque ya el bautizo es en dos días y toca dejarla lista…
-Ah bueno… Ya vengo, deje a ver y averiguo por acá con los viejos a ver qué me dan…

Yo me alejé unos minutos entre optimista y confiado. La respuesta de mis padres fue un pétreo muro de indiferencia, estaban almorzando en ese momento en el salón grande y me dijo mi papá, ante mi inocente petición…

-¡Yo no sé pa´ qué te metiste en ese lío! ¡Yo plata ahora no tengo! Tú verás a vé´ cómo sales de tu problema… ¡El que corta su palo redondo ya verá a vé´ cómo se lo tira al hombro! ¡Carajo!

Avergonzado como si cargara encima el peso de un piano de cola, salí a decirle a la comadre lo siguiente…

-¡Ay comadrita! Que me dicen los viejos que no tienen plata, que mire a ver cómo me las arreglo… ¡Me da pena pero plata ahora no tengo!

Un rictus entre molestia e incredulidad fue el que se reflejó en aquellos instantes en la cara de las dos mujeres, quienes solo optaron por mirarse entre sí. Amablemente dieron las gracias y se despidieron. Después supe que fueron donde la madrina y que ella sí les dio en seguida lo del vestido, el cual compraron en el comercio de Cereté, confeccionado en fina y blanca seda, con perlas y muchos encajes. En aquella  época la inversión fue cercana a los mil pesos.

Las molestias apenas comenzaban y las amargas sorpresas no se harían esperar. Llegado el gran día del bautizo, Socorrito fue hasta mi casa a las volandas bien por la mañana para decirme lo siguiente…

-¡Compadre! Que toca llevar en un papel anotao el dato de los abuelos paternos, maternos y los papás de la niña… ¡Eso lo tiene que hacé usté, compae!
-¡Listo! Eso no tiene problema… Y sobre el colchón de la cama mal anoté lo que creí que era y se lo entregué a la comadre a través de la ventana, mientras acababa de arreglarme para irnos en carro de plaza para la vereda de El Obligao…
-¡Compadre! Que dice mi papá que usté también tiene que pagarle al cura lo de la papeleta del bautizo… ¡No se le olvide!
-¡Tranquila que no se me olvida!

Cuando acabé de alistarme me fui –con mi acostumbrado optimismo y confianza- hasta donde mi papá, quien tomaba un oreo en una fresca hamaca, a media mañana, dándose onda…

-Papá, que ya me tengo que ir pa´ lo del bautizo de la hija de Socorro. De allá me mandaron a decí  los compaes viejos, que yo tenía que hacerme cargo de pagá  lo de la papeleta… ¿Usté sabe cómo es eso, papá?
-Ah sí, eso es lo que le tienes que pagá al cura para que haga el bautizo… ¡Eso te toca pagarlo a ti por ser el padrino!
-¿Y eso cuánto cuesta, papá?

Haciendo gesto de hombre ducho en el tema y poniendo pie en tierra, para salirse de la enorme hamaca de manta sinuana, me contestó mi papá…

-¡Eso es barato, eso no es que cueste mayor cosa!
-¿Cuánto es, papá?
-¡Eso por ahí… cincuenta pesos! ¡Eso no te vale más! Toma, llévate cien, con eso te alcanza y pa´ que pagues el pasaje de ida y vuelta hasta El Obligao…

No muy seguro de estar haciendo bien las cosas, le recibí el billete de cien pesos y me fui todo pensativo a la casa de los Ortega, para esperar el carro colectivo que nos llevaría a la escuela pública de la vereda. El pasaje entonces valía veinte pesos, la sola ida. Ida y vuelta una sola persona, desde Los cañitos hasta El Obligao y viceversa, valdría entonces cuarenta pesos. Con gesto de incredulidad las elegantes comadres –tanto la joven como la veterana-, se miraron entre sí, cuando vieron que una vez llegados a nuestro destino, me limité a pagar solamente mi pasaje y que obvié el del resto de la familia y acompañantes, según era lo esperado que se hiciera en esos casos. Las risitas y los cuchicheos empezaron. Yo me hice el indiferente pero por dentro sabía que todo aquello estaba muy mal y que el nombre tanto mío como de mi familia estaban quedando por el suelo. Ya no había marcha atrás así que seguí adelante… Las indirectas cayeron como lluvia de banderillas sobre los lomos de un novillo de año y medio, en corraleja de fiestas patronales… Decía la comadre vieja hablándole a Socorro…

-¡Ay mija! Qué bueno que trajimos plata que nos dio la madrina, porque si no… ¡Nos hubiéramos tenío que vení a pie! ¡Ja ja ja!
-¿Veddá compae? ¿Edchá pata nos hubiera tocao, veddá?

Yo forcé una risa a medio esbozar en aquella incómoda situación, oleadas de vergüenza y calor azotaban mi rostro. Seguir adelante, me dije… ¿qué más podía hacer? Llegamos en la graciosa vereda de El Obligao a una espaciosa casa solariega, a orillas del camino, donde nos invitaron a pasar. Era de una madre de familia de la escuela donde se oficiaba en ese momento la primera misa, pero no era todavía la de los niños, sino una misa de difunto. Aprovechamos ese compás de espera para elaborar con precisión el papel de los datos genealógicos de la niña, yo les gasté unas gaseosas entonces a las comadres para conjurar un poco el bochorno veraniego. Uno de los acompañantes era un hijo de Luis Padilla, el proverbial Pacho, quien salió en auxilio de la situación. Hombre experimentado en el tema, Francisco empezó a anotar con precisión las minucias de los datos que se pedían, para el diligenciamiento del documento bautismal. Se aclaró entonces quiénes eran los abuelos maternos, los paternos, sus nombres completos y documentos de identidad; los nombres de los padres, de los padrinos, etc. ¡Salió página y media de datos familiares! Hasta en eso fui inexperto yo. Antes que se acabara la misa de difuntos, nos encaminamos hacia la escuela de El Obligao, en cuyo salón grande estaba el sacerdote, tomándose un breve refrigerio, mientras la vieja y bondadosa maestra local hacía las veces de secretaria. 

Ella vendía las papeletas de bautizo y tomaba los datos para el diligenciamiento del acta de bautismo.  Nos hicimos entonces en la cola, llegado nuestro turno yo encabezaba la delegación familiar. Una vez frente a la mesa, le pregunté confiadamente a la profesora…

-Buenos días… ¿Cuánto cuesta la papeleta de bautismo?
-¡Vale doscientos cincuenta pesos, señor!
-¿Cómo? ¿Vale todo eso?
-¡Si señor!  Eso vale… ¿Los tiene  o no los tiene, señor padrino? ¡Apúrese que hay más gente en la fila!

Yo empecé entonces a sacar mis arrugados billeticos de veinte pesos y unas pocas monedas de mi bluyín. La madrina quien venía tras de mí, al notar mi apuro, me habló tranquilizadoramente, así…

-¡No te preocupes! Si no te alcanza yo aquí tengo dinero suficiente, dime cuanto te hace falta y yo los pongo entonces…
-¡No, no! ¡Ah bueno, sí! mejor dicho, sí… ¡Préstamelos todos que yo en la casa te los devuelvo!

La sonrosada e impecable chica me miró entre comprensiva y divertida y abrió su femenil monedero, para pasarme, acto seguido, cinco crujientes billetes de cincuenta pesos, nuevecitos. Tras de ella, la comadre, la mamá, la abuela y las tías de la niña, mal disimulaban sus risas, porque no se perdieron un ápice de la escena. Una de ellas salió al patio grande de la escuela a darle rienda suelta a las carcajadas, porque ya no podía contenerlas más. Entonces por allá por debajero se oyó este comentario…

-¡Carajo! ¿Hasta en eso? ¡Padrino pelongo hasta la cacha! Ja, ja, ja… ¡Qué chasco! ¡Qué vergüenza! Ja, ja, ja… ¿Y no que tienen plata? ¡Quién lo creyera!

¡Más banderillas!  Pero paciencia, padrino pelongo, paciencia, que aquello pronto llegaría a su fin. Una vez Viviana del Carmen fue bautizada y consagrada como cristiana, asistimos al complemento de la misa. La niña lucía radiante. Por cierto que el Padre Telmo Padilla al término de la eucaristía, lanzó una fuerte advertencia contra los padrinos presentes aquel día. Sus palabras exactas fueron estas, las cuales aún resuenan en mi mente como si fuera ayer…

-¡Ah! Una cosita muy importante, especialmente para los padrinos… ¡Esa papeleta que ustedes pagaron no la vayan a botar, porque ahí quedó consignado el futuro del ahijado o ahijada!  No sea que ahora lleguen y luego de emparrandarse por el bautizo y de mucho comer y beber, les vaya a dar daño de estómago. Y salga el padrino a media noche, en medio de la parranda, camino a la platanera porque tiene diarrea y a falta de otro papel con que limpiarse, acabe usándola para esos menesteres… ¡No vayan a hacer eso! ¡Guarden la papeleta de sus ahijados en un archivo bajo llave porque es muy importante!

En cuanto a mi refiere hice entrega formal de aquella suspirada papeleta a la comadre vieja, la madre de Socorro, comae Zenaida. Finalizada la ceremonia, nos dirigimos a la plazoleta de El Obligao a esperar el colectivo de regreso. Ya se acercaba la hora del mediodía. Tanta gente se subió en el único carro colectivo que salió, media hora más tarde, que los hombres que ahí veníamos tuvimos que cederles el puesto a las damas y venirnos colgados en la parte trasera del viejo jeep, de pie, con inminente riesgo de nuestra seguridad personal. La polvareda de la carretera destapada hasta Los Cañitos era proverbial, así que Pacho y yo comimos una buena y generosa ración de polvo caminero. Las pestañas nos terminaron rubias de la tierra. Cuando pasamos frente a la casa de la familia Pérez y de la casa de Blas Mercado –quien era trabajador de la finca-, toda aquella numerosa familia estaba reunida a la orilla de la cerca de alambre del camino. Cuando me vieron venir me hicieron fiestas, entre risas y chanzas me gritaron a voz en cuello…

-Padrino pelongo… ¡Ahí va el padrino pelongo! Ja, ja, ja…

Yo festejé el chiste porque enfurruñarme ya nada solucionaría y les dije adiós con la mano, con gesto divertido. ¡Así había sido y no lo podía negar, qué más daba ya! Pedí al conductor que me dejara entonces en la esquina antes de enfilar hacia la carretera Cereté – Lorica y ahí me bajé, a pocos metros de la finca de mis padres, volviendo a pagar solo mi pasaje porque nada de dinero me quedaba ya. ¡Estaba extenuado y hambriento! Tanta banderilla me había abierto el apetito. Entonces me dijeron las comadres…

-¡Ay compadre! ¿Y no va a ir a probar la gallina que gastó la madrina?
-Comadre, yo llego a la casa a descansar y ya pasó allá donde ustedes…

La verdad lo que yo quería era escapar cuanto antes de toda aquella incómoda situación. ¡Qué gallina ni qué nada, yo quería era irme para mi casa! Y así lo hice. Llegué a la casa cuando mis padres degustaban una humeante sopa de carne de res, al momento justo del medio día. Mi papá me preguntó entonces lo siguiente…

-¡Llegó el hombre del bautizo! -¡Ajá mijo!- ¿Y cómo te fue?
-¡Mal, papá! Muy mal. Lo que usted me dio me alcanzó apenas para los pasajes y para gastarles una gaseosa allá a las comadres, ahí como para medio disimular la pelonguera. ¡La papeleta del bautizo esa, costaba doscientos cincuenta pesos! ¡Imagínese! Usted me dijo que valía no más cincuenta. Eso sería antes, eso ya no es así…
-¿Verdad? ¡Ja, ja, ja! ¡Padrino pelongo entonces! ¡Ji, ji, ji!

Mi papá rió de buena gana cuando le conté todo el amargo peso de mis desventuras de aquel día. Días después fui hasta el campamento de Tobías Assis a devolverle a la madrina el dinero que me había facilitado. Aquella amarga experiencia fruto de la improvisación y la juventud, intenté corregirla un poco al año siguiente, cuando ya Viviana del Carmen contaba con casi dos añitos de edad; fui hasta donde entonces ella vivía junto con la comadre, en la misma vereda de Los cañitos y me resarcí obsequiándole unos aretes de oro, que había comprado en una fina joyería en Cartagena.

No sé si me libraría, con esa acción, del remoquete local de “padrino pelongo”, pienso que no, porque lo sucedido aquel infortunado día del bautizo, dio pie para risas y chanzas varios años después.  Y fue así como aprendí con prueba de fuego qué cosa era y significaba ser un padrino en mi tierra. Y los peligros espantables de convertirse en padrino pelongo, cuando la disposición económica y la solvencia no nos acompañan.

Madrid (Cundinamarca), abril 1° de 2015

Nabonazar Cogollo Ayala de 15 años en el puente Román, en Cartagena de Indias (Bol.) año 1985
Fotografía inédita