UNA TARDE PASADA POR FUEGO
(Crónica)
Corría apacible el año 1979 y yo por entonces frisaba los 11 periplos planetarios de existencia. Entonces yo era una extraña mezcla entre científico loco, artista pluri experimental y rapazuelo de los mil demonios, que vivía metido en aventuras y vivencias de toda calaña y especie; desde apalear a los viejos caballos de las caballerizas de mi papá, para arrancarle sus últimas fuerzas a galope tendido, por la llanura; hasta sacarle humaredas y chispas a los cables eléctricos de la casa, mediante luminiscentes y peligrosos cortos circuitos que constituían el colmo de mi alegría y expectación. ¡Ese era yo! ángel y demonio, que en más de una oportunidad hice llorar de desespero y angustia a mi pobre madre, quien me soportaba con paciencia y estoicismo admirables.
Pues bien, solía yo entretenerme elaborando moldecitos de cera derretida. Para ello me valía de una vieja jarra de aluminio de la enorme cocina de mi casa, en cuyo interior picaba y fundía trocitos de vela. Una vez obtenido el humeante fluido lo vertía dentro de aquellos agraciados frasquitos de vidrio blanco que, alguna vez habían contenido droga veterinaria y que mi papá desechaba a la basura, en abundancia cada semana. Una vez enfriada la parafina, rompía el recipiente y ¡qué delicia era regalarme con aquellas inigualables botellitas de vela, cuyos estilizados cuellos de traslúcida apariencia constituían toda mi dicha y deleite en aquellos inolvidables instantes!
Esa tarde había regresado del colegio y me había dedicado a husmear por aquí y por allá, en procura de algo que satisficiera mi insaciable y cruel curiosidad. Una vez me encontré con varios pedazos de vela, de variados y surtidos colores, producto de la última celebración navideña; determiné rápidamente hacia donde encaminar todo el cúmulo de mis palpitantes energías de gañán ocioso y desocupado… ¡Haría botellitas de vela! ¡Listo! Puestas las manos a la obra, busqué rápidamente la vieja jarra de aluminio que se empeñaba en mantener algo de la vieja tintura azulosa que tuviera desde los lejanos tiempos de su mocedad jarreril. Piqué en ella con el enorme cuchillo de la cocina los cabos de vela multicolor y, sin pensarlo mucho, coloqué a pleno fuego el recipiente, así dispuesto, en uno de los fogones de la estufa a gas que campeaba en medio de aquel gigantesco espacio de la cocina.
Pero… ¡ah olvido de un desmemoriado empedernido! ¿En qué habría de verter la vela derretida si ni siquiera había conseguido un frasco pequeño que me sirviera de molde para hacer las anheladas botellitas? Con la velocidad de un gamo salí corriendo a todo lo que daban mis delgadas piernas de mucharejo onceañero, a buscar en todos aquellos escondrijos mágicos que yo conocía más que de memoria, donde pudiera hallar uno o varios de aquellos providenciales frasquitos, tan necesarios en aquel momento. Llegué jadeante hasta la descomunal habitación de mis padres, en el extremo opuesto de la casa. ¡El mueble de la cabecera de la cama de mi mamá solía atesorar maravillosos elementos jugueteables, como nadie pudiera jamás imaginarse! Pero, nada. Ahí no había dejado yo en ningún momento anterior frasco de vidrio, botella o nada que se le pareciera. Acto seguido reencaminé mi veloz andanada de viento huracanado hacia las caballerizas, en cuya enorme pila de estiércol equino seco, en la parte de atrás del corral pequeño, solía Papá botar las abundantes botellitas de droga, cuidadosamente empacadas y dispuestas tal como cuando él las había comprado en las droguerías veterinarias de Cereté o Montería. Pero tampoco. Aquella tarde no había siquiera una empacadura de cartón en las que aquellas solían venir. ¿Qué hacer? ¿La vela derretida? ¡La vela derretida! Entonces caí en cuenta que ya habían pasado más de diez minutos desde el momento en que había colocado al fuego la jarra de aluminio con los pedazos de cera. ¡La casa se podía incendiar! Luego de haber cobrado repentina conciencia del daño que podía causar lo irresponsable de mi atolondrada acción, me dirigí como alma que lleva el diablo hacia la cocina, de donde gruesas bocanadas de humo empezaban a salir por las puertas, lo mismo que por la pequeña chimenea que le había dispuesto el maestro Oquendo, en la parte alta del caballete de palma amarga, cuando la había diseñado y techado.
Una vez llegué a la cocina, pálido como un papel y con el susto a flor de piel ante lo inevitable, coincidí en mi llegada, con la entrada estelar de Mamá, quien hacía simultáneamente su ingreso al recinto por la puerta opuesta, para presenciar con ojos desorbitados la flagrancia de mis azotables y terribles pilatunas.
¿Qué pasaba en
aquellos instantes con la jarra de aluminio? Ya no solamente arrojaba abundante
humo, sino que ahora se hallaba incendiada por la parte de arriba, a la manera
de una enorme y amenazadora antorcha, cuyas prolongaciones de fuego se alzaban
varios centímetros por encima del recipiente. Mamá puso cara de tragedia y
abrió tamaña boca, al tiempo que agitaba ambas manos en actitud de desconcierto
y debacle apocalíptica. Ante lo rápido de los hechos ni siquiera alcanzó a
articular media palabra. Yo, sin meditarlo un segundo, volé como un rayo hasta
la estufa y armado con un viejo trapo de cocina, tomé el recipiente con ambas
manos por el asa y lo llevé hasta el inmenso espacio del lavaplatos, donde lo
coloqué en medio de llamas anaranjadas y humaredas azufradas, que se tornaban
azulosas y blanquecinas a la vez. ¡Mamá miraba todo estupefacta, sin atinar
siquiera a hablar! Acto seguido y sin miedo alguno a quemaduras, metí las manos
entre las llamas y abrí al máximo la vieja llave del agua, con el fin de apagar
aquel naciente infierno de vela, humo y candela. ¡El resultado de aquella
acción temeraria y desesperada resulta casi indescriptible! Al contacto del
líquido frío con el fluido graso e hipercaliente, salió de la boca de aquella vieja
jarra una gigantesca llamarada enrojecida que bien pudo hacer palidecer al más
sofisticado lanzallamas de acción bélica, fabricado por las grandes potencias
en tiempos de
Mamá siguió maquinalmente con la cabeza la trayectoria del fuego, hasta llegar al clímax del luminiscente y aterrador efecto llameante, que culminó con la agarrada a dos manos de su pobre cabeza. Yo, consciente de la gravedad de todo aquello y de la infaltable azotaina que sobre mí se cernía, opté una vez hecho lo anterior por poner pies en polvorosa y correr a todo lo que mis amados piececitos pudieran permitirme en aquellos fatídicos momentos. ¡La cocina se prendió! Fue lo único que atiné a pensar, al tiempo que corría como un desesperado hacia la enorme huerta de mangos, guamos, cocoteros y demás árboles frutales que campeaban en la parte trasera de la enorme casa campestre de mis padres. Ese era mi refugio cuando la ira desencadenada de Mamá amenazaba, zurriago en mano, con ajustarme cuentas por alguna de mis infaltables y traviesas pilatunas.
La tarde
transcurrió aparentemente en calma, mientras yo, encaramado en lo alto de un
árbol de rojas peras (que en el interior del país lo llaman pomarroso), observaba circunspecto lo
que seguía después del presunto “incendio”. Hacia las 9 de la noche, me atreví
a volver a la casa. Ya Mamá dormía plácidamente y mis hermanas, Consuelo e
Isabel Cristina, me referían que el agua abierta a borbotones de la llave había
apagado rápidamente la ígnea reacción de la vela derretida; aun cuando las
telarañas de la palma en lo más alto del techo habían quedado incendiadas
durante unos segundos, con enorme peligro para la estructura global de la casa,
por lo que hubo que humedecerlas rápidamente para evitar una posible
conflagración. Pasada la primera
reacción, se apresuraron a mirarme las manos, para comprobar si había salido
ileso de toda aquella extraña aventura, inspección esta que culminó con un
emocionado abrazo de lágrimas y suspiros, para decirme.
-
¡Ay Nabo! ¡Tú por qué haces esas cosas! ¿Qué tal si te hubiera pasado
algo, ahh?
Abrazo este al que
se sumó Mamá, quien en realidad no se hallaba dormida y esperaba con ansiedad
mi aparición desde la profunda jungla de la huerta doméstica, guarida de mis
fechorías e inefables travesuras. Luego de los reconocimientos, los perdones y
los actos de contrición del caso, torné a mi cama satisfecho de haber salido en
bien de toda aquella baraúnda de cosas; lo cual me daba nuevas fuerzas y bríos
para emprender otra nueva aventura tan pronto como el sol hubiera salido;
porque mi insaciable curiosidad de científico loco y artista pluriexperimental
nunca jamás hallaron sosiego ni satisfacción total, mientras duraron aquellos
inolvidables y dorados años de lo que fuera mi niñez en la casa de mis padres.
Nabonazar Cogollo Ayala
Septiembre 18 de 2006.
Madrid (Cundinamarca)