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viernes, 3 de abril de 2015

¡BATALLA CAMPAL EN EL CALLEJÓN MÉNDEZ EN 1981! (Crónica)

VISTA AÉREA DE LA CAPITAL DEL ORO BLANCO, CERETÉ - CÓRDOBA

¡BATALLA CAMPAL EN EL CALLEJÓN MÉNDEZ EN 1981!
(Crónica)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
                                                                                 
A la memoria de Eduardo Alonso Rois Becerra (Lalo),
De Mario Nicolás Cogollo Petro y  de Chú… (q.e.p.d.)
Inolvidables compañeros de la época del internado.
Porque su recuerdo es inmortal e imperecedero
Como el broce de una campana
Y tañe en el cuadrante de la eternidad.

Corría el referido año 1981 y yo entonces contaba 13 años de vida y me hallaba cursando lo que entonces fuera  mi primer año de bachillerato, en el Colegio San Carlos, de los hijos del vicealmirante Orlando Lemaitre Torres en la heroica ciudad de Cartagena de Indias. Mi padre había determinado enviarme entonces a un internado de muchachos de provincia provenientes de distintos lugares de la costa, el cual funcionaba en casa del educador cartagenero Adalberto Díaz Caballero, en el barrio Pie de la Popa, callejón Méndez de la bella ciudad. Se trataba de una modesta pensión tipo familiar, provista de varias habitaciones. Ahí mismo el exigente y tradicional profesor Díaz vivía junto con su esposa Magola y sus tres hijos, quienes de la menor al mayor eran respectivamente Magolita, Dayléster y Blas Adalberto; con quienes llegué a tener un trato fraternal, que se estrechó con el paso de los años y que aún se mantiene vivo. 

Las tardes entre semana en el mencionado internado transcurrían en medio de la acalorada rutina de la siesta posterior al almuerzo, luego de llegar por las tardes del colegio, la levantada tipo 4 pm para ir a estudiar hasta la hora de la cena en la noche; con el ratico de televisión, que congregaba a los 21 o 22 internos que entonces éramos. Dicho sea de paso, había muchachos provenientes de Astrea (Cesar), uno de Zambrano (Bolívar), dos descendientes de sirio-libaneses acaudalados, provenientes del fronterizo municipio de Maicao (Guajira). Otros dos provenían de Uribia (Guajira), uno de Santa Marta (Magdalena), uno de Cereté (Córdoba), -que después pasaríamos a ser dos, cuando mi primo Mario Nicolás Cogollo Petro se fuera para allá;- y había al menos cuatro o cinco internos más, provenientes de Valledupar (Cesar), entre ellos Marco Tulio López Pérez... ¡Veintitantos jovenzuelos en total!

Los fines de semana las tardes transcurrían entre el pesado sopor del calor cartagenero y las eternas suspiradas por la frustración de no tener con qué ir a la playa, así fuera solo un ratico. ¡La consabida peladez de los estudiantes era proverbial en aquel sitio, con una que otra excepción! La entrada a cine costaba cuarenta pesos y eso entonces para nosotros era todo un dineral. Para superar un poco aquellos inconvenientes el profesor Díaz había comprado por entonces un televisor a color de última generación. A partir de lo cual fueron un poco más amenas las tardes de sábado y domingo, viendo la desabrida oferta televisiva nacional de la TV de los ochentas en Colombia, por cuenta de los consabidos enlatados gringos, doblados en México: Baretta, Petrochelli, la Mujer Maravilla, la Isla de la Fantasía, etc. El norteamericanizante cine de Hollywood era mejor que nada.


TARDE DE RECOCHA EN EL INTERNADO DÍAZ
De otra parte, las relaciones nuestras con los muchachos hijos de las familias que vivían en las solariegas casas estilo republicano a lo largo del tradicional callejón Méndez, no eran precisamente las mejores. Aquellos rufiancillos de ciudad se mostraban despectivos hacia nosotros y nos hacían la burla, por considerarnos corronchos, pueblerinos, pata en el suelo, etc. Y los roces y enfrentamientos no se hicieron esperar. Los ánimos empezaron pronto a caldearse. En cierta oportunidad uno de ellos me preguntó…

-¿Y tú de dónde vienes?

Sacando pecho le dije…

-¡Vengo de Cereté, departamento de Córdoba! ¡La Capital del Oro Blanco!

Con una mueca de burla en el rostro el mozalbete me espetó entonces…

-¿Departamento? ¿Quién ha dicho que eso es un departamento? ¿Eso no es una intendencia o una comisaría? ¿Igual que el Amazonas?
-¡Claro que es un departamento! ¿Es que no te lo han enseñao nunca?
-¡Ja, ja, ja! Departamento es Bolívar y su capital, Cartagena… ¡Tú vienes es de allá abajo, del monte, con el cadillo pegao a la abadca! Ja, ja, ja… ¡Abaccú! ¡Regrésate pa´l monte! Ja, ja, ja… ¡Busca tu charco babilla! Ja, ja, ja…

La juvenil gallada que acompañaba al pelafustán aquel celebró de buena gana el chiste a costillas de mi tierrita, optando yo por quedarme todo callado ante la andanada de burlas hirientes por ser pueblerino. Y estos chistecitos ofensivos empezaron a ser repetitivos y constantes. Cuando mis compañeros de internado, en amena tertulia vespertina, hablaban de su Valle del alma, de su Maicao, de su Urumita, etc., y uno de aquellos atrevidos locales, al pasar ya fuera en bicicleta o en monopatín, les gritaban…

-¡Ahí están los corronchos! ¡Los montunos! ¡Váyanse pa´ su tierra padtía de pueblerinos! Ja, ja, ja…

En semejante caldo de cultivo, los odios y los resentimientos mutuos no tardaron en aparecer y esperaban la menor oportunidad para explotar y hacer de las suyas.

Cierto fin de semana, -considero que el mes sería en las postrimerías del año, muy seguramente noviembre-, nos quedamos solos en la casa. Los mayores que eran los cesarenses Jaime Villazón Sánchez y su hermano Armando (el Negrito), junto con Lucho Garzón, -el hermano de la señora Magola-, quedaron entonces a cargo del internado. El profesor salió de paseo junto con su esposa y las dos niñas menores, en su pequeño carro Fiat.  El hijo mayor, Blas – a quien le decíamos Blacho-, trataba de llevarla bien con los del barrio y en aquellos precisos momentos andaba compartiendo con ellos, quemando pólvora novembrina. Estábamos entretenidos viendo una película de aventuras en la sala de la casa, cuando de repente pasaron por la calle varios de los de la gallada local, nos gritaron algo ofensivo y acto seguido arrojaron por la ventana un volador encendido, que se quedó atascado entre los velos de las cortinas e inició un rápido fuego, debido a la inflamable fibra sintética de las mismas. Todos nos pusimos de pie, como tocados por un rayo y fuimos a ver qué pasaba… Cuando nos acercamos vimos la gravedad de lo sucedido y logramos apagar de inmediato el incipiente fuego. Uno de los del barrio estaba en mitad de la calle y se reía, mientras nos decía…

-¡Ahí tienen pa´ que chupen! ¡Estamos en carnavales, pueblerinos! ¡Ahí tienen su once de noviembre!

Un muchacho samario, Eduardo Alonso Rois Becerra (q.e.p.d.), a quien por cariño llamábamos Lalo, se alebrestó para gritarles desde la puerta con actitud de gallito fino y con el puño desafiante en alto, lo siguiente…

-¡Ah malparíos! ¡Quieren guerra! ¡Pues guerra van a tené, so desgraciaos!

En el patio del internado había dos palitos de guayaba de regular tamaño. Mis compañeros rápido se encaramaron en aquellos arbolitos y les tiraban guayabitas verdes a otros que estaban en tierra, que rápido las guardaban, unos en mochilas de colegio, otros en ollas de aluminio de la cocina. Minutos más tarde esos frutos verdes zumbaban como bólidos, a través de las ventanas del internado y algunos los aventaban desde el techo, hacia la calle. Una de esas guayabitas dio de lleno en el rostro de Abraham Valdelamar, uno de los vecinos nuestros que vivía justo en frente del internado. ¡La hinchazón en el rostro del muchacho no se hizo esperar! Minutos después vino la mamá a hacernos el reclamo, pero la batalla campal no terminaba, estaba entonces en pleno furor… A la señora nadie le puso cuidado en su reclamo materno. La batalla continuó con su sarta de hostilidades de parte y parte…


EDUARDO ALONSO ROIS BECERRA (LALO)
-q.e.p.d.-
Cuando ya no hubo más guayabas, Lalo y los demás internos pudientes –los primos maicaeros Faisal Nader Palis y Édgar Christopher -, les compraron a las negritas cocineras un panal de huevos, para proseguir arrojándoselos a los atrevidos, apoyados por el guajiro Farid Redondo, entre otros. ¡Los huevos hicieron de las suyas en las casas, cortinas y ventanas de los que antes nos habían atacado! Aquellos no se quedaron de brazos cruzados y sobre el techo de la casa llovieron piedras, voladores encendidos y palos, a título de respuesta. Una de las piedras que aquellos nos tiraron le pegó a una de las muchachas de la cocina de la casa.  

Hecha una fiera humana la mujer salió entonces a la calle y encaró a los vecinos Abraham y su hermano Tadeo, quienes estaban parados frente a la casa, apoyados todavía por la mamá, vociferando cosas ininteligibles… La cocinera fuera de sí les gritó lo siguiente…

-¡Miray tú, ve!… ¡A mí me respetay! ¿Qué es lo que te has creío, so negro malucutúo, champetúo?  ¡Estay muy maluco pa´ que te metay conmigo, oíte! ¡Ni mi marío me pega, pa´ que me vengay a pegá tú!

Y dicho esto, les volteó la cara y se entró al internado, dejando momentáneamente  la puerta principal abierta. Édgar Christopher, en son de burla les gritó a todos los que estaban frente a la casa, que sumaban dieciocho  o veinte personas….

-¡Joda! ¡Ahí tienen! ¡Esa es prima mía!

Yo entonces fui corriendo a la parte trasera del internado, al patio, porque en la sala el aspecto era como el de una trinchera de guerra… ¡Todos estaban escondidos tras de los muebles y las butacas, arrojando lo que pudieran hacia la calle! Huevos, zapatos, palos… en fin. La puerta del internado se abría y cerraba según la conveniencia guerreril. Ya aquello era una auténtica batalla campal y nada ni nadie parecía detenerla… Los estrépitos  se sucedían uno tras otro. Llamó poderosamente mi atención que en el baño de la habitación trasera, Lalo y Julio –uno de los de Astrea – Cesar- junto con otros muchachos guajiros –, habían organizado toda una industria. Sacaban agua del inodoro que luego envasaban en unas bolsitas de plástico a manera de bolis de aguas negras, para aventárselas a la cara a nuestros agresores del callejón Méndez. Chú –Jesús Peralta Perilla, el interno de menor edad-, los llevaba en una mochila y los pasaba a los de primera fila en la sala para que los tiraran. Cuando se los arrojaban a aquellos, les gritaban…

-¡Ahí teney agua ´e  inodoro, pa´ que bebay!

Finalmente, toda aquella batahola se fue calmando pasadas unas dos horas, así mismo como había empezado. El saldo fue: la cortina principal de la sala quemada, la falta de huevos para el desayuno del día siguiente, una de las cocineras aporreada, una teja del techo malograda por un palo arrojadizo y no sé cuántos vidrios rotos en las casa vecinas. Cuando todo pasó, llegó Blacho de la calle, a quien mis furiosos compañeros increparon de la siguiente manera, el principal de ellos Lalo…

-¡Joda! ¡Tú sí eres mucho traicionero! ¿Cómo así que estabas con los del callejón Méndez en lugar de apoyarnos a nosotros? ¡Estábamos tranquilos y ellos se vinieron a meté con nosotros! ¡Esto lo tiene que sabé tu papá! Mirá la tronera que le hicieron a la cortina de la sala…

Blas aseguraba no tener nada que ver en todo aquello, pero la verdad era que ante los ánimos desbocados ¿qué hubiera podido evitar el pobre Blacho? La chispa brotó y el polvorín se incendió de manera inevitable. Esa tardecita nos tocó hacer el ingente aseo de toda la casa, ante los muchos restos producto de lo que tiramos y nos tiraron a nosotros. Esa noche, cuando el profesor Díaz y su señora regresaron a la casa, hubo consejo comunitario de internado y se dio una consecuente lluvia de quejas y airados reclamos por lo sucedido aquella tarde, por cuenta de mis ofendidos compañeros. El gran damnificado y regañado de punta a punta fue Blas Adalberto, a quien se le sindicó de haber propiciado de alguna manera aquella situación, al no notificarla al profesor Díaz a tiempo para haberla evitado. Afortunadamente no hubo heridos ni hechos que lamentar, solo insultos, golpes, porrazos y una que otra dignidad ofendida. Ningún vecino vino a quejarse por los posibles destrozos, todo quedó así. A partir de ahí los muchachos del callejón Méndez no se volvieron a meter con nosotros y aprendieron a  respetar  a los pueblerinos del internado Díaz, por más citadinos y civilizados que aquellos se sintieran o creyeran ser.

¡Ah cosas de muchachos! Quizás no es mucho lo que han cambiado los tiempos y esos ánimos juveniles desbocados aún los vemos hoy en día, pero con saldos peores. Hace poco tuve la oportunidad de visitar el tradicional callejón Méndez, en el Pie de la Popa, 34 años después de los hechos aquí narrados. Ahora el pequeño viaducto se denomina carrera 23 y es poco conocido por su nombre antiguo. Recorrí aquellos lugares, vi la vieja casa del internado de 1981 y evoqué entre risas esa pretérita batalla campal, que prometí escribir para deleite de los que me escucharon evocarla. Una enseñanza queda de todo aquello: ¡Jamás irrespetemos a nadie en razón de su origen! En realidad el irrespeto no es tolerable en ninguna de sus manifestaciones, porque se constituye en la fuente de todos los conflictos. Eso lo aprendieron aquellos irrespetuosos en aquella tarde de guayabas contundentes, piedras y bolis de aguas negras, en la heroica Cartagena, cuando el amanecer de la vida nos besaba la frente con sus primeros rayos dorados.

Madrid (Cundinamarca), abril 3 de 2015


ANTIGUO EDIFICIO DE LA FEDERACIÓN NACIONAL DE ALGODONEROS
CERETÉ - CÓRDOBA