VISTA AÉREA DE LA CAPITAL DEL ORO BLANCO, CERETÉ - CÓRDOBA |
¡BATALLA CAMPAL EN EL CALLEJÓN MÉNDEZ EN 1981!
(Crónica)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
A la memoria de Eduardo Alonso Rois Becerra (Lalo),
De Mario Nicolás Cogollo Petro y
de Chú… (q.e.p.d.)
Inolvidables compañeros de la época del internado.
Porque su recuerdo es inmortal e imperecedero
Como el broce de una campana
Y tañe en el cuadrante de la eternidad.
Corría el referido año 1981 y yo entonces contaba 13 años de
vida y me hallaba cursando lo que entonces fuera mi primer año de bachillerato, en el Colegio San Carlos, de los hijos del
vicealmirante Orlando Lemaitre Torres en la heroica ciudad de Cartagena de
Indias. Mi padre había determinado enviarme entonces a un internado de
muchachos de provincia provenientes de distintos lugares de la costa, el cual
funcionaba en casa del educador cartagenero Adalberto Díaz Caballero, en el
barrio Pie de la Popa, callejón Méndez de la bella ciudad. Se trataba de
una modesta pensión tipo familiar, provista de varias habitaciones. Ahí mismo
el exigente y tradicional profesor Díaz vivía junto con su esposa Magola y sus
tres hijos, quienes de la menor al mayor eran respectivamente Magolita, Dayléster
y Blas Adalberto; con quienes llegué a tener un trato fraternal, que se estrechó
con el paso de los años y que aún se mantiene vivo.
Las tardes entre semana en
el mencionado internado transcurrían en medio de la acalorada rutina de la
siesta posterior al almuerzo, luego de llegar por las tardes del colegio, la
levantada tipo 4 pm para ir a estudiar hasta la hora de la cena en la noche;
con el ratico de televisión, que congregaba a los 21 o 22 internos que entonces
éramos. Dicho sea de paso, había muchachos provenientes de Astrea (Cesar), uno
de Zambrano (Bolívar), dos descendientes de sirio-libaneses acaudalados,
provenientes del fronterizo municipio de Maicao (Guajira). Otros dos provenían
de Uribia (Guajira), uno de Santa Marta (Magdalena), uno de Cereté (Córdoba), -que
después pasaríamos a ser dos, cuando mi primo Mario Nicolás Cogollo Petro se
fuera para allá;- y había al menos cuatro o cinco internos más, provenientes de
Valledupar (Cesar), entre ellos Marco Tulio López Pérez... ¡Veintitantos
jovenzuelos en total!
Los fines de semana las tardes transcurrían entre el pesado
sopor del calor cartagenero y las eternas suspiradas por la frustración de no
tener con qué ir a la playa, así fuera solo un ratico. ¡La consabida peladez de
los estudiantes era proverbial en aquel sitio, con una que otra excepción! La
entrada a cine costaba cuarenta pesos y eso entonces para nosotros era todo un
dineral. Para superar un poco aquellos inconvenientes el profesor Díaz había comprado
por entonces un televisor a color de última generación. A partir de lo cual
fueron un poco más amenas las tardes de sábado y domingo, viendo la desabrida
oferta televisiva nacional de la TV de los ochentas en Colombia, por cuenta de
los consabidos enlatados gringos, doblados en México: Baretta, Petrochelli, la Mujer Maravilla, la Isla de la Fantasía,
etc. El norteamericanizante cine de Hollywood era mejor que nada.
TARDE DE RECOCHA EN EL INTERNADO DÍAZ |
De otra parte, las relaciones nuestras con los muchachos
hijos de las familias que vivían en las solariegas casas estilo republicano a
lo largo del tradicional callejón Méndez, no eran precisamente las mejores.
Aquellos rufiancillos de ciudad se mostraban despectivos hacia nosotros y nos
hacían la burla, por considerarnos corronchos,
pueblerinos, pata en el suelo, etc. Y los roces y enfrentamientos no se
hicieron esperar. Los ánimos empezaron pronto a caldearse. En cierta
oportunidad uno de ellos me preguntó…
-¿Y tú de dónde vienes?
Sacando pecho le dije…
-¡Vengo de Cereté,
departamento de Córdoba! ¡La Capital del Oro Blanco!
Con una mueca de burla en el rostro el mozalbete me espetó
entonces…
-¿Departamento? ¿Quién
ha dicho que eso es un departamento? ¿Eso no es una intendencia o una
comisaría? ¿Igual que el Amazonas?
-¡Claro que es un
departamento! ¿Es que no te lo han enseñao nunca?
-¡Ja, ja, ja!
Departamento es Bolívar y su capital, Cartagena… ¡Tú vienes es de allá abajo,
del monte, con el cadillo pegao a la abadca! Ja, ja, ja… ¡Abaccú! ¡Regrésate
pa´l monte! Ja, ja, ja… ¡Busca tu charco babilla! Ja, ja, ja…
La juvenil gallada que acompañaba al pelafustán aquel
celebró de buena gana el chiste a costillas de mi tierrita, optando yo por
quedarme todo callado ante la andanada de burlas hirientes por ser pueblerino. Y
estos chistecitos ofensivos empezaron a ser repetitivos y constantes. Cuando
mis compañeros de internado, en amena tertulia vespertina, hablaban de su Valle del alma, de su Maicao, de su Urumita, etc., y uno de aquellos atrevidos locales, al pasar ya
fuera en bicicleta o en monopatín, les gritaban…
-¡Ahí están los
corronchos! ¡Los montunos! ¡Váyanse pa´ su tierra padtía de pueblerinos! Ja,
ja, ja…
En semejante caldo de cultivo, los odios y los
resentimientos mutuos no tardaron en aparecer y esperaban la menor oportunidad
para explotar y hacer de las suyas.
Cierto fin de semana, -considero que el mes sería en las
postrimerías del año, muy seguramente noviembre-, nos quedamos solos en la
casa. Los mayores que eran los cesarenses Jaime Villazón Sánchez y su hermano
Armando (el Negrito), junto con Lucho Garzón, -el hermano de la señora Magola-,
quedaron entonces a cargo del internado. El profesor salió de paseo junto con
su esposa y las dos niñas menores, en su pequeño carro Fiat. El hijo mayor, Blas –
a quien le decíamos Blacho-, trataba de llevarla bien con los del barrio y en
aquellos precisos momentos andaba compartiendo con ellos, quemando pólvora
novembrina. Estábamos entretenidos viendo una película de aventuras en la sala
de la casa, cuando de repente pasaron por la calle varios de los de la gallada
local, nos gritaron algo ofensivo y acto seguido arrojaron por la ventana un
volador encendido, que se quedó atascado entre los velos de las cortinas e inició
un rápido fuego, debido a la inflamable fibra sintética de las mismas. Todos
nos pusimos de pie, como tocados por un rayo y fuimos a ver qué pasaba… Cuando
nos acercamos vimos la gravedad de lo sucedido y logramos apagar de inmediato
el incipiente fuego. Uno de los del barrio estaba en mitad de la calle y se
reía, mientras nos decía…
-¡Ahí tienen pa´ que
chupen! ¡Estamos en carnavales, pueblerinos! ¡Ahí tienen su once de noviembre!
Un muchacho samario, Eduardo Alonso Rois Becerra
(q.e.p.d.), a quien por cariño llamábamos Lalo, se alebrestó para gritarles desde
la puerta con actitud de gallito fino y con el puño desafiante en alto, lo
siguiente…
-¡Ah malparíos!
¡Quieren guerra! ¡Pues guerra van a tené, so desgraciaos!
En el patio del internado había dos palitos de guayaba de
regular tamaño. Mis compañeros rápido se encaramaron en aquellos arbolitos y
les tiraban guayabitas verdes a otros que estaban en tierra, que rápido las
guardaban, unos en mochilas de colegio, otros en ollas de aluminio de la
cocina. Minutos más tarde esos frutos verdes zumbaban como bólidos, a través de
las ventanas del internado y algunos los aventaban desde el techo, hacia la
calle. Una de esas guayabitas dio de lleno en el rostro de Abraham Valdelamar,
uno de los vecinos nuestros que vivía justo en frente del internado. ¡La
hinchazón en el rostro del muchacho no se hizo esperar! Minutos después vino la
mamá a hacernos el reclamo, pero la batalla campal no terminaba, estaba entonces
en pleno furor… A la señora nadie le puso cuidado en su reclamo materno. La
batalla continuó con su sarta de hostilidades de parte y parte…
EDUARDO ALONSO ROIS BECERRA (LALO) -q.e.p.d.- |
Cuando ya no hubo más guayabas, Lalo y los demás internos
pudientes –los primos maicaeros Faisal Nader Palis y Édgar Christopher -, les
compraron a las negritas cocineras un panal de huevos, para proseguir arrojándoselos
a los atrevidos, apoyados por el guajiro Farid Redondo, entre otros. ¡Los
huevos hicieron de las suyas en las casas, cortinas y ventanas de los que antes
nos habían atacado! Aquellos no se quedaron de brazos cruzados y sobre el techo
de la casa llovieron piedras, voladores encendidos y palos, a título de
respuesta. Una de las piedras que aquellos nos tiraron le pegó a una de las
muchachas de la cocina de la casa.
Hecha una fiera humana la mujer salió entonces a la calle y
encaró a los vecinos Abraham y su hermano Tadeo, quienes estaban parados frente
a la casa, apoyados todavía por la mamá, vociferando cosas ininteligibles… La
cocinera fuera de sí les gritó lo siguiente…
-¡Miray tú, ve!… ¡A mí
me respetay! ¿Qué es lo que te has creío, so negro malucutúo, champetúo? ¡Estay muy maluco pa´ que te metay conmigo,
oíte! ¡Ni mi marío me pega, pa´ que me vengay a pegá tú!
Y dicho esto, les volteó la cara y se entró al internado,
dejando momentáneamente la puerta
principal abierta. Édgar Christopher, en son de burla les gritó a todos los que
estaban frente a la casa, que sumaban dieciocho
o veinte personas….
-¡Joda! ¡Ahí tienen!
¡Esa es prima mía!
Yo entonces fui corriendo a la parte trasera del internado,
al patio, porque en la sala el aspecto era como el de una trinchera de guerra…
¡Todos estaban escondidos tras de los muebles y las butacas, arrojando lo que
pudieran hacia la calle! Huevos, zapatos, palos… en fin. La puerta del
internado se abría y cerraba según la conveniencia guerreril. Ya aquello era
una auténtica batalla campal y nada ni nadie parecía detenerla… Los
estrépitos se sucedían uno tras otro. Llamó
poderosamente mi atención que en el baño de la habitación trasera, Lalo y Julio
–uno de los de Astrea – Cesar- junto con otros muchachos guajiros –, habían
organizado toda una industria. Sacaban agua del inodoro que luego envasaban en
unas bolsitas de plástico a manera de bolis
de aguas negras, para aventárselas a la cara a nuestros agresores del
callejón Méndez. Chú –Jesús Peralta
Perilla, el interno de menor edad-, los llevaba en una mochila y los pasaba
a los de primera fila en la sala para que los tiraran. Cuando se los arrojaban
a aquellos, les gritaban…
-¡Ahí teney agua
´e inodoro, pa´ que bebay!
Finalmente, toda aquella batahola se fue calmando pasadas
unas dos horas, así mismo como había empezado. El saldo fue: la cortina
principal de la sala quemada, la falta de huevos para el desayuno del día
siguiente, una de las cocineras aporreada, una teja del techo malograda por un
palo arrojadizo y no sé cuántos vidrios rotos en las casa vecinas. Cuando todo
pasó, llegó Blacho de la calle, a quien mis furiosos compañeros increparon de
la siguiente manera, el principal de ellos Lalo…
-¡Joda! ¡Tú sí eres
mucho traicionero! ¿Cómo así que estabas con los del callejón Méndez en lugar
de apoyarnos a nosotros? ¡Estábamos tranquilos y ellos se vinieron a meté con
nosotros! ¡Esto lo tiene que sabé tu papá! Mirá la tronera que le hicieron a la
cortina de la sala…
Blas aseguraba no tener nada que ver en todo aquello, pero
la verdad era que ante los ánimos desbocados ¿qué hubiera podido evitar el
pobre Blacho? La chispa brotó y el polvorín se incendió de manera inevitable.
Esa tardecita nos tocó hacer el ingente aseo de toda la casa, ante los muchos
restos producto de lo que tiramos y nos tiraron a nosotros. Esa noche, cuando
el profesor Díaz y su señora regresaron a la casa, hubo consejo comunitario de
internado y se dio una consecuente lluvia de quejas y airados reclamos por lo
sucedido aquella tarde, por cuenta de mis ofendidos compañeros. El gran
damnificado y regañado de punta a punta fue Blas Adalberto, a quien se le
sindicó de haber propiciado de alguna manera aquella situación, al no notificarla
al profesor Díaz a tiempo para haberla evitado. Afortunadamente no hubo heridos
ni hechos que lamentar, solo insultos, golpes, porrazos y una que otra dignidad
ofendida. Ningún vecino vino a quejarse por los posibles destrozos, todo quedó
así. A partir de ahí los muchachos del callejón Méndez no se volvieron a meter
con nosotros y aprendieron a
respetar a los pueblerinos del internado Díaz, por más
citadinos y civilizados que aquellos se sintieran o creyeran ser.
¡Ah cosas de muchachos! Quizás no es mucho lo que han
cambiado los tiempos y esos ánimos juveniles desbocados aún los vemos hoy en
día, pero con saldos peores. Hace poco tuve la oportunidad de visitar el
tradicional callejón Méndez, en el Pie de
la Popa, 34 años después de los hechos aquí narrados. Ahora el pequeño
viaducto se denomina carrera 23 y es poco conocido por su nombre antiguo.
Recorrí aquellos lugares, vi la vieja casa del internado de 1981 y evoqué entre
risas esa pretérita batalla campal, que prometí escribir para deleite de los
que me escucharon evocarla. Una enseñanza queda de todo aquello: ¡Jamás irrespetemos a nadie en razón de su
origen! En realidad el irrespeto no es tolerable en ninguna de sus
manifestaciones, porque se constituye en la fuente de todos los conflictos.
Eso lo aprendieron aquellos irrespetuosos en aquella tarde de guayabas
contundentes, piedras y bolis de aguas
negras, en la heroica Cartagena, cuando el amanecer de la vida nos besaba
la frente con sus primeros rayos dorados.
Madrid
(Cundinamarca), abril 3 de 2015
ANTIGUO EDIFICIO DE LA FEDERACIÓN NACIONAL DE ALGODONEROS CERETÉ - CÓRDOBA |
los muchachos nunca aprender a respetar al menos que uno les mete un susto , buena historia uno aprecia el cambio que ha tenido colombia atraves del tiempo con el relato
ResponderEliminarQUE BUEN RELATO, ES LINDO QUE EVOQUES Y COMPARTAS ESOS MOMENTOS QUE SE VIVEN AL SER JÓVENES, Y SENTIR LO IMPORTANTE QUE ES DE DONDE VENIMOS Y HACER RESPETAR NUESTRA IDIOSINCRASIA, FELICIDADES
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