SOL OMNIBUS LUCET

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domingo, 1 de febrero de 2015

TRAVESURAS JUVENILES (Crónica cereteana)

REVERENDO PADRE GUMERSINDO DOMÍNGUEZ ALONZO
EN CEREMONIA DE GRADUACIÓN DE BACHILLERES 1986

TRAVESURAS JUVENILES
Por:
Nabonazar Cogollo Ayala

Los jóvenes en toda época y en todo lugar siempre han sido y serán traviesos. El nivel, alcance y osadía de las travesuras de  los muchachos ha ido cambiando con el paso de los años, quizás en proporción directa al respeto y consideración que se tuviera en cada momento histórico a la generación precedente, es decir, a la gente vieja. Un amigo entrañable, antiguo compañero de estudios en el Colegio Diocesano Pablo VI de Cereté, me refirió alguna vez en la ciudad de Valledupar (Cesar) entre risas y algazara, los hechos que a continuación me dispongo a recrear para ilustrar cómo era el Cereté de hace poco más de veinticinco años y qué tanto respetábamos por entonces a nuestros mayores.

Corría el año 1984. Carlos Julio Daza Boom refiere que él entonces cursaba cuarto año de bachillerato (lo que actualmente es noveno) en el precitado Colegio Pablo Sexto. El rector era el Rvdo. Padre Gumersindo Domínguez Alonzo quien también hacía las veces de titular de la Parroquia de San Antonio de Padua. El Padre José Correa debido a su avanzada edad ejercía el cargo de adjunto en la Parroquia. Dicho sea de paso el Padre Gumersindo era un misionero de nacionalidad española, oriundo de la Provincia de Galicia, más exactamente del puerto camaronero de Vigo en la costa española sobre el Atlántico. Llamaba la atención entre los cereteanos por su marcado castellano ibérico y su naturaleza estricta e inflexible, lo cual él sabía equilibrar muy bien en su temperamento con una bondad cristiana a toda prueba.

Era un día entre semana. Los alumnos del Pablo Sexto salieron inusualmente temprano de la jornada escolar, hacia las diez de la mañana, quizás porque se avecinaba una festividad religiosa y se precisaba del concurso de la comunidad estudiantil para organizar alguna de las procesiones tradicionales de Cereté. Lo cierto es que Carlos Julio, ni corto ni perezoso, en compañía de Marcel Cogollo Herazo, “Ticoté” (José Francisco Saibis) y Daniel Cortés, se encaminaron hacia el Colegio de Nuestra Señora del Carmen de las RRHH Terciarias Capuchinas. ¿Cuál era la finalidad de aquellos pillastres? Encaramarse en los amplios ventanales del edificio que dan hacia la Calle de las Flores para espiar a través de los barrotes a sus eternas enamoradas, que aún no terminaban su jornada escolar. La situación se tornaba en extremo incómoda para los pobres profesores que debían sufrir semejante intromisión en sus clases, porque los espías silbaban a las chicas,  les arrojaban papelitos de amor y les gritaban toda suerte de cosas, sin que aquellos pudieran evitarlo.

Entretenidos como estaban, haciendo de las suyas, los cuatro mucharejos no se percataron que justo detrás de ellos se acababa de cuadrar muy silenciosamente el Jeep cuatro cilindros del Padre Gumersindo. Lo único que los sacó abruptamente de las mieles y delicias del amor fue el fuerte pitazo con que el religioso llamó su atención. Fuera de sí el Padre Gumersindo los increpó de esta manera…

-        ¡Vosotros qué hacéis allí, hombre! ¿Acaso no veis que estáis incomodando las clases de esos profesores? ¿Por qué sois así de irrespetuosos, ahh? ¡Os bajáis de allí ya mismo!

Pálidos del susto los cuatro jovenzuelos pusieron, uno a uno, los pies en tierra ante la mirada severa y militar del Padre Gumersindo, que evidenciaba así el haber sido alguna vez en su juventud, soldado del ejército del dictador español Francisco Franco Bahamonde, cuya impronta lo marcaría por el resto de su vida.

-        Y bien… ¿Qué tenéis que decirme? ¿Qué hacíais encaramados en esos ventanales como unos ladrones, ahh?

Un pesado silencio se apoderó del grupo, nadie respondió nada y la constante fueron cuatro cabezas gachas mirando hacia el suelo.

-        Merecéis un castigo muy severo. Primero os quiero formados… ¡Ya!

Los cuatro muchachos se organizaron rápidamente en fila india, de menor a mayor. Encabezaba la hilera Carlos Julio quien era el de menor edad y por ende de menor estatura.

-        Segundo, os iréis marchando así como estáis, hacia el colegio  por toda la Calle del Comercio. Allá os le presentáis al profesor Gamero, le contáis lo que habéis hecho y que él decida qué castigo deberéis cumplir. ¡Bien, andando!

Y no se fue el sacerdote hasta no ver al último muchacho de la hilera desaparecer marchando, al doblar la esquina de la consabida calle de Telecom. Acto seguido encendió su vehículo y se fue, seguro de haber sido obedecido. Y efectivamente así fue. Nuestros espías del amor siguieron marchando acompasadamente hasta llegar a la esquina de la intersección con la Calle del Comercio. Allí doblaron hacia la Calle Cartagenita, para lo cual debieron atravesar, siempre al paso de su ritmo marcial por el principal viaducto del centro de Cereté, lo que provocó curiosidad entre los presentes, risas y burlas. Pero ellos, haciendo caso omiso de toda la barahúnda de chanzas que se les vinieron encima, prosiguieron su marcha camino hacia el Pablo Sexto, siempre formados en fila india. Más de media hora después llegaron finalmente a la sede del Colegio, en la precitada Calle Cartagenita. El sol estaba alto en el firmamento y se aproximaban las doce del medio día. Se presentaron ante los docentes que encontraron ahí, pero no hallaron al prefecto de disciplina, el profesor Gamero, quien momentáneamente se hallaba ausente. Así las cosas, les dieron la orden que se dirigieran a un salón a esperarlo. El tiempo transcurrió, el hambre hacía de las suyas y el colegio empezaba a quedarse desierto. Una de la tarde, dos y nada que aparecía el prefecto de disciplina. Los espías del amor, para espantar el tedio y conjurar un poco el fantasma de miedo al castigo, se dispusieron a entretenerse improvisando música y baile. Ticoté, Marcel y Daniel tomaron pupitres a manera de tambores e improvisaron una amena versión del Mapalé. Carlos Julio mientras tanto, se puso a bailar y cantar animadamente en el centro del salón, haciendo gala de gracia y espíritu festivo. En esas estaban cuando los sorprendió el profesor Gamero.

-        ¡Ah, con que estas tenemos, no! Carlos Julio Daza… ¿Qué era lo que usted estaba haciendo ahoritica?
-        Bbbbailando y cantando El Mapalé, profesor Gamero.
-        Bueno muy bien, me parece estupendo. Yo me voy a sentar aquí y que sus compañeros toquen los tambores mientras usted baila y canta El Mapalé. Si no lo hacen, no se va ninguno de aquí. Ya me contaron lo que hicieron en el colegio de las Capuchinas y eso estuvo muy mal. ¡Que empiece la función!

Los improvisados tamboreros empezaron tímidamente su ejecución, pero Carlos Julio se negó sistemáticamente a hacer su parte.

-        ¡Ajá Daza!  ¿Y por qué es que no quiere bailar  y cantar?
-        No profesor Gamero, me da pena. Yo no hago esas cosas delante de usted.
-        Bueno, pues entonces ninguno se va de aquí. Yo me voy a almorzar, ya vengo.

Con actitud desesperada los otros tres compañeros intimaron a Carlos Julio para que bailara y cantara, porque ellos decían tener mucha hambre. Pero él se mantuvo firme en su resolución. Pasada la hora del almuerzo volvió el prefecto de disciplina, pero el alumno Daza nada que bailaba ni cantaba. En razón de lo cual los mantuvo en dicho salón hasta las tres de la tarde. Llegada esa hora, les dijo…

-        Muchachos, váyanse para sus casas, ya cumplieron su castigo. Pero eso sí, nunca más vuelvan a hacer lo de las ventanas en el colegio de las monjas.

Felices, como si los hubieran librado de una condena a la silla eléctrica, los cuatro rapazuelos atravesaron corriendo la cancha de baloncesto del colegio y se precipitaron hacia la puerta de salida. La lección les quedó grabada a sangre y fuego para siempre: ¡Nunca más interrumpirían clases en otras instituciones, por enamorados que estuvieran!

Llama poderosamente nuestra atención el respeto y los miramientos de los cuatro muchachos para con su rector y párroco, en esas ya lejanas épocas. No solamente reconocieron la falta cometida sino que cumplieron con creces los castigos recibidos en consecuencia. Duele reconocer que actualmente esas costumbres han venido en franco declive y decadencia, por cuenta de la fuerte penetración cultural norteamericanizante, que ha contribuido a formar muchachos respondones, anárquicos, altaneros y hasta agresivos. Afortunadamente aún hay en nuestra tierra honrosas excepciones a esta odiosa regla general.

Apreciados lectores de esta columna: ¡No relajemos jamás nuestros valores ancestrales en nombre de una falsa idea de modernismo, tecnologización o mundialización de la cultura!  Ser ciudadanos del siglo XXI no implica necesariamente hacer a un lado los valores sociales y del individuo con que nos formaron nuestros padres y maestros.

Sobrecoge el alma leer esta emotiva historia de la vida real, porque ella deja traslucir el profundo respeto y aprecio que Carlos Julio, Marcel, Ticoté y Daniel profesaban hacia el Rvdo. Padre Gumersindo, aquel sacerdote ibérico hijo de la lejana Galicia, que dejó profundas huellas y enseñanzas entre quienes tuvimos el enorme privilegio de conocerlo en nuestra amada ciudad.

Ad majorem Dei Gloriam!
(¡Para mayor gloria de Dios!)

nacoayala@hotmail.com

Fuente: DOMÍNGUEZ PÉREZ, Marlene. Biografía del Padre Gumersindo Domínguez Alonzo hijo ilustre y adoptivo de Córdoba. Ed. En PDF, Caracas (Venezuela), diciembre de 2010. Págs. 47 a 50 


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