FINCA LA FLORIDA, vereda Los Cañitos, Cereté (Córdoba) En primer plano Nabo Cogollo Guzmán jinete en uno de sus caballos de paso fino colombiano Fotografía inédita 1985 (aprox.) |
¡PADRINO PELONGO!
(Crónica)
Por: Nabonazar Cogollo Ayala
Avísenle a mi compadre que el bautizo es hoy,
La madrina viaja para Cereté… (Bis)
Quiero aprovechar ahora esta buena ocasión,
Porque el veinticuatro no lo puedo hacer.
…………….…………………………………………………….
Cumplida la ceremonia vendrá un parrandón
El padrino no es pelongo, cuenta se darán (Bis)
Con sancocho de gallina donde Miguel Veloy,
Con un baile bien sabroso se acompañará.
Usted con su guitarra, yo con mi acordeón
¡Es pará con ron hasta la madrugá!
…………….…………………………………………………….
Adolfo Pacheco Anillo – El
bautizo
Una de las costumbres viejas más arraigadas en nuestra
tierra sinuana y cordobesa, aun hace cosa de 20 o 30 años, máxime en las
veredas, era la del apadrinamiento religioso como una forma de propiciar
estrechos acercamientos entre las familias. Y dicho sea de paso, de lograr que
un niño o niña obtuviese la protección de alguien que se consideraba persona
prestante y con abundantes medios económicos, que le garantizaran una mejor
forma u oportunidad de vida. La presión social que recaía sobre la persona del
padrino era entonces muy grande… ¡Se esperaba que sufragara todos –o al menos
la mayoría-, de los gastos del ahijado! Vestido, zapatos, medias… Y aparte de
todo ello, era su deber ineludible pagar el costo de la infaltable papeleta y mandar la parada en cuanto lo
tocante a las cajas de ron, la comilona de la fiesta del bautizo, hacerse cargo
de la compra del pavo, las gallinas, los bollos, la música, el café, etc. ¡Caso
contrario este infortunado padrino se ganaría el deshonroso remoquete de “padrino pelongo”, como una vez me pasó
a mí, siendo yo muy joven en pretéritas calendas! Y la andanada de burlas no se
dejaban esperar ni la familia del ahijado le perdonaría jamás semejante falta. La
historia de mi padrinazgo pelongo fue la siguiente… ¡Pongan pues atención!
Corría el año 1982 y yo entonces cursaba el segundo año
de bachillerato en el Colegio San Carlos
de la familia Lemaitre en Cartagena de Indias, contaba escasos 14 años de vida.
En razón que desde mi niñez había jugado con los niños de la vereda cereteana de
Los cañitos, una de aquellas
infaltables compañeras de juego, Socorro Ortega, a bien tuvo –junto con Tomás
Ortega, el papá de ella, quien era entonces el compadre viejo-, nombrarme padrino de la hija primera de Socorrito.
Se trataba de una encantadora niña morenita llamada Viviana del Carmen, de ojos vivarachos y negros. La madrina fue la
agraciada hija del cuidandero de la finca Villa
Patricia, Genaro Espitia. Ella se llamaba Carmen Espitia y la finca donde
ella vivía era perteneciente por entonces al hacendado cereteano Tobías Assis. ¡La
verdad y en medio de mi proverbial inexperiencia en torno al tema, no tenía la
más mínima idea en qué lío me estaba metiendo al aceptar tan honrosa como grave
designación! Sin pensarlo mucho les dije que sí, que claro, que contaran
conmigo. Y luego cuando llegué a la casa a referirles a mis padres, estos nada
me dijeron pero mi papá arrugó la cara en gesto de escepticismo como gallo jugao en varias plazas que sí era.
Y optó por interrogarme de la siguiente manera…
-¿Y ese bautizo tuyo
cuándo es que es?
-En quince días,
papá…. Aprovechando que el cura de San Pelayo, Telmo Padilla, viene a la vereda
de El Obligao, a decir misa y a bautizar pelaítos, ahí en la escuela…
-¡Ajá! ¿Y por qué te
escogieron a ti pa´ eso?
-No sé papá, Tomás
Ortega y Zenaida Pérez me dijeron que ellos querían que les bautizara a la
nietecita; la primera hija de Socorro…
-¡Ajá!
No fue más. Sin tener una clara conciencia del papel que
de mí se esperaba en esa aparentemente inocente institución social -tanto
cordobesa como sucreña y surbolivarense, proseguí adelante con los
preparativos del bautizo, en colaboración con la madrina. Unos días antes
llegaron en cicla a la casa vieja de la finca, la futura comadre, acompañada
por Cecilia Ortega, una de sus hermanas mayores, para decirme lo siguiente…
-¡Compadre! Buenas
tardes… que es que la niña necesita lo del vestidito, que es para irlo a
comprar a Cereté porque ya el bautizo es en dos días y toca dejarla lista…
-Ah bueno… Ya vengo,
deje a ver y averiguo por acá con los viejos a ver qué me dan…
Yo me alejé unos minutos entre optimista y confiado. La
respuesta de mis padres fue un pétreo muro de indiferencia, estaban almorzando en
ese momento en el salón grande y me dijo mi papá, ante mi inocente petición…
-¡Yo no sé pa´ qué te
metiste en ese lío! ¡Yo plata ahora no tengo! Tú verás a vé´ cómo sales de tu problema…
¡El que corta su palo redondo ya verá a vé´ cómo se lo tira al hombro! ¡Carajo!
Avergonzado como si cargara encima el peso de un piano de
cola, salí a decirle a la comadre lo siguiente…
-¡Ay comadrita! Que
me dicen los viejos que no tienen plata, que mire a ver cómo me las arreglo…
¡Me da pena pero plata ahora no tengo!
Un rictus entre molestia e incredulidad fue el que se
reflejó en aquellos instantes en la cara de las dos mujeres, quienes solo
optaron por mirarse entre sí. Amablemente dieron las gracias y se despidieron. Después
supe que fueron donde la madrina y que ella sí les dio en seguida lo del
vestido, el cual compraron en el comercio de Cereté, confeccionado en fina y
blanca seda, con perlas y muchos encajes. En aquella época la inversión fue cercana a los mil
pesos.
Las molestias apenas comenzaban y las amargas sorpresas
no se harían esperar. Llegado el gran día del bautizo, Socorrito fue hasta mi
casa a las volandas bien por la mañana para decirme lo siguiente…
-¡Compadre! Que toca
llevar en un papel anotao el dato de los abuelos paternos, maternos y los papás
de la niña… ¡Eso lo tiene que hacé usté, compae!
-¡Listo! Eso no tiene
problema… Y sobre el colchón de la cama mal anoté lo que creí que era y se lo
entregué a la comadre a través de la ventana, mientras acababa de arreglarme
para irnos en carro de plaza para la vereda de El Obligao…
-¡Compadre! Que dice
mi papá que usté también tiene que pagarle al cura lo de la papeleta del
bautizo… ¡No se le olvide!
-¡Tranquila que no se
me olvida!
Cuando acabé de alistarme me fui –con mi acostumbrado
optimismo y confianza- hasta donde mi papá, quien tomaba un oreo en una fresca
hamaca, a media mañana, dándose onda…
-Papá, que ya me
tengo que ir pa´ lo del bautizo de la hija de Socorro. De allá me mandaron a
decí los compaes viejos, que yo tenía
que hacerme cargo de pagá lo de la
papeleta… ¿Usté sabe cómo es eso, papá?
-Ah sí, eso es lo que
le tienes que pagá al cura para que haga el bautizo… ¡Eso te toca pagarlo a ti
por ser el padrino!
-¿Y eso cuánto
cuesta, papá?
Haciendo gesto de hombre ducho en el tema y poniendo pie
en tierra, para salirse de la enorme hamaca de manta sinuana, me contestó mi
papá…
-¡Eso es barato, eso
no es que cueste mayor cosa!
-¿Cuánto es, papá?
-¡Eso por ahí… cincuenta
pesos! ¡Eso no te vale más! Toma, llévate cien, con eso te alcanza y pa´ que
pagues el pasaje de ida y vuelta hasta El Obligao…
No muy seguro de estar haciendo bien las cosas, le recibí
el billete de cien pesos y me fui todo pensativo a la casa de los Ortega, para
esperar el carro colectivo que nos llevaría a la escuela pública de la vereda.
El pasaje entonces valía veinte pesos, la sola ida. Ida y vuelta una sola
persona, desde Los cañitos hasta El Obligao y viceversa, valdría entonces
cuarenta pesos. Con gesto de incredulidad las elegantes comadres –tanto la joven
como la veterana-, se miraron entre sí, cuando vieron que una vez llegados a
nuestro destino, me limité a pagar solamente mi pasaje y que obvié el del resto
de la familia y acompañantes, según era lo esperado que se hiciera en esos
casos. Las risitas y los cuchicheos empezaron. Yo me hice el indiferente pero
por dentro sabía que todo aquello estaba muy mal y que el nombre tanto mío como
de mi familia estaban quedando por el suelo. Ya no había marcha atrás así que
seguí adelante… Las indirectas cayeron como lluvia de banderillas sobre los
lomos de un novillo de año y medio, en corraleja de fiestas patronales… Decía
la comadre vieja hablándole a Socorro…
-¡Ay mija! Qué bueno
que trajimos plata que nos dio la madrina, porque si no… ¡Nos hubiéramos tenío
que vení a pie! ¡Ja ja ja!
-¿Veddá compae? ¿Edchá
pata nos hubiera tocao, veddá?
Yo forcé una risa a medio esbozar en aquella incómoda
situación, oleadas de vergüenza y calor azotaban mi rostro. Seguir adelante, me
dije… ¿qué más podía hacer? Llegamos en la graciosa vereda de El Obligao a una espaciosa casa
solariega, a orillas del camino, donde nos invitaron a pasar. Era de una madre
de familia de la escuela donde se oficiaba en ese momento la primera misa, pero
no era todavía la de los niños, sino una misa de difunto. Aprovechamos ese
compás de espera para elaborar con precisión el papel de los datos genealógicos
de la niña, yo les gasté unas gaseosas entonces a las comadres para conjurar un
poco el bochorno veraniego. Uno de los acompañantes era un hijo de Luis
Padilla, el proverbial Pacho, quien
salió en auxilio de la situación. Hombre experimentado en el tema, Francisco empezó
a anotar con precisión las minucias de los datos que se pedían, para el
diligenciamiento del documento bautismal. Se aclaró entonces quiénes eran los
abuelos maternos, los paternos, sus nombres completos y documentos de
identidad; los nombres de los padres, de los padrinos, etc. ¡Salió página y
media de datos familiares! Hasta en eso fui inexperto yo. Antes que se acabara
la misa de difuntos, nos encaminamos hacia la escuela de El Obligao, en cuyo salón grande estaba el sacerdote, tomándose un
breve refrigerio, mientras la vieja y bondadosa maestra local hacía las veces de
secretaria.
Ella vendía las papeletas de bautizo y tomaba los datos para el
diligenciamiento del acta de bautismo. Nos
hicimos entonces en la cola, llegado nuestro turno yo encabezaba la delegación
familiar. Una vez frente a la mesa, le pregunté confiadamente a la profesora…
-Buenos días… ¿Cuánto
cuesta la papeleta de bautismo?
-¡Vale doscientos
cincuenta pesos, señor!
-¿Cómo? ¿Vale todo eso?
-¡Si señor! Eso vale… ¿Los tiene o no los tiene, señor padrino? ¡Apúrese que hay
más gente en la fila!
Yo empecé entonces a sacar mis arrugados billeticos de
veinte pesos y unas pocas monedas de mi bluyín. La madrina quien venía tras de
mí, al notar mi apuro, me habló tranquilizadoramente, así…
-¡No te preocupes! Si
no te alcanza yo aquí tengo dinero suficiente, dime cuanto te hace falta y yo
los pongo entonces…
-¡No, no! ¡Ah bueno,
sí! mejor dicho, sí… ¡Préstamelos todos que yo en la casa te los devuelvo!
La sonrosada e impecable chica me miró entre comprensiva
y divertida y abrió su femenil monedero, para pasarme, acto seguido, cinco crujientes
billetes de cincuenta pesos, nuevecitos. Tras de ella, la comadre, la mamá, la
abuela y las tías de la niña, mal disimulaban sus risas, porque no se perdieron
un ápice de la escena. Una de ellas salió al patio grande de la escuela a darle
rienda suelta a las carcajadas, porque ya no podía contenerlas más. Entonces
por allá por debajero se oyó este comentario…
-¡Carajo! ¿Hasta en
eso? ¡Padrino pelongo hasta la cacha! Ja, ja, ja… ¡Qué chasco! ¡Qué vergüenza!
Ja, ja, ja… ¿Y no que tienen plata? ¡Quién lo creyera!
¡Más banderillas!
Pero paciencia, padrino pelongo, paciencia, que aquello pronto llegaría
a su fin. Una vez Viviana del Carmen fue bautizada y consagrada como cristiana,
asistimos al complemento de la misa. La niña lucía radiante. Por cierto que el Padre
Telmo Padilla al término de la eucaristía, lanzó una fuerte advertencia contra
los padrinos presentes aquel día. Sus palabras exactas fueron estas, las cuales
aún resuenan en mi mente como si fuera ayer…
-¡Ah! Una cosita muy
importante, especialmente para los padrinos… ¡Esa papeleta que ustedes pagaron
no la vayan a botar, porque ahí quedó consignado el futuro del ahijado o
ahijada! No sea que ahora lleguen y
luego de emparrandarse por el bautizo y de mucho comer y beber, les vaya a dar
daño de estómago. Y salga el padrino a media noche, en medio de la parranda, camino
a la platanera porque tiene diarrea y a falta de otro papel con que limpiarse,
acabe usándola para esos menesteres… ¡No vayan a hacer eso! ¡Guarden la
papeleta de sus ahijados en un archivo bajo llave porque es muy importante!
En cuanto a mi refiere hice entrega formal de aquella
suspirada papeleta a la comadre vieja, la madre de Socorro, comae Zenaida. Finalizada
la ceremonia, nos dirigimos a la plazoleta de El Obligao a esperar el colectivo de regreso. Ya se acercaba la
hora del mediodía. Tanta gente se subió en el único carro colectivo que salió,
media hora más tarde, que los hombres que ahí veníamos tuvimos que cederles el
puesto a las damas y venirnos colgados en la parte trasera del viejo jeep, de pie, con inminente riesgo de
nuestra seguridad personal. La polvareda de la carretera destapada hasta Los Cañitos era proverbial, así que
Pacho y yo comimos una buena y generosa ración de polvo caminero. Las pestañas
nos terminaron rubias de la tierra. Cuando pasamos frente a la casa de la
familia Pérez y de la casa de Blas Mercado –quien era trabajador de la finca-,
toda aquella numerosa familia estaba reunida a la orilla de la cerca de alambre
del camino. Cuando me vieron venir me hicieron fiestas, entre risas y chanzas me
gritaron a voz en cuello…
-Padrino pelongo…
¡Ahí va el padrino pelongo! Ja, ja, ja…
Yo festejé el chiste porque enfurruñarme ya nada
solucionaría y les dije adiós con la mano, con gesto divertido. ¡Así había sido
y no lo podía negar, qué más daba ya! Pedí al conductor que me dejara entonces en
la esquina antes de enfilar hacia la carretera Cereté – Lorica y ahí me bajé, a
pocos metros de la finca de mis padres, volviendo a pagar solo mi pasaje porque
nada de dinero me quedaba ya. ¡Estaba extenuado y hambriento! Tanta banderilla
me había abierto el apetito. Entonces me dijeron las comadres…
-¡Ay
compadre! ¿Y no va a ir a probar la gallina que gastó la madrina?
-Comadre,
yo llego a la casa a descansar y ya pasó allá donde ustedes…
La verdad lo que yo quería era escapar cuanto antes de
toda aquella incómoda situación. ¡Qué gallina ni qué nada, yo quería era irme
para mi casa! Y así lo hice. Llegué a la casa cuando mis padres degustaban una
humeante sopa de carne de res, al momento justo del medio día. Mi papá me
preguntó entonces lo siguiente…
-¡Llegó el hombre del
bautizo! -¡Ajá mijo!- ¿Y cómo te fue?
-¡Mal, papá! Muy mal.
Lo que usted me dio me alcanzó apenas para los pasajes y para gastarles una
gaseosa allá a las comadres, ahí como para medio disimular la pelonguera. ¡La
papeleta del bautizo esa, costaba doscientos cincuenta pesos! ¡Imagínese! Usted
me dijo que valía no más cincuenta. Eso sería antes, eso ya no es así…
-¿Verdad? ¡Ja, ja,
ja! ¡Padrino pelongo entonces! ¡Ji, ji, ji!
Mi papá rió de buena gana cuando le conté todo el amargo
peso de mis desventuras de aquel día. Días después fui hasta el campamento de
Tobías Assis a devolverle a la madrina el dinero que me había facilitado.
Aquella amarga experiencia fruto de la improvisación y la juventud, intenté
corregirla un poco al año siguiente, cuando ya Viviana del Carmen contaba con casi
dos añitos de edad; fui hasta donde entonces ella vivía junto con la comadre,
en la misma vereda de Los cañitos y
me resarcí obsequiándole unos aretes de oro, que había comprado en una fina
joyería en Cartagena.
No sé si me libraría, con esa acción, del remoquete local
de “padrino pelongo”, pienso que no,
porque lo sucedido aquel infortunado día del bautizo, dio pie para risas y
chanzas varios años después. Y fue así
como aprendí con prueba de fuego qué cosa era y significaba ser un padrino en mi tierra. Y los
peligros espantables de convertirse en padrino pelongo, cuando la disposición
económica y la solvencia no nos acompañan.
Madrid (Cundinamarca), abril 1° de 2015
Nabonazar Cogollo Ayala de 15 años en el puente Román, en Cartagena de Indias (Bol.) año 1985 Fotografía inédita |